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Kāmadeva
Aquella noche que astrónomos y mendigos habían previsto como una de las más lúgubres de los últimos milenios, se amaneció luminosa como un mediodía de agosto. Así, los enamorados que, en sus arrumacos de miel y abejas zumbando, se vieron sorprendidos por ese fulgor inesperado, al mirar al unísono hacia la luna con la baba caída y ojos lánguidos y desprevenidos, quedaron de inmediato completa e irremediablemente ciegos y, en consecuencia, su amor ya duró hasta el día en que la muerte llegó a separarlos.
Yo, por mi parte, aún sigo vivo. Aunque lo cierto es que aquella noche llevaba puestas gafas de luna para tratar de ocultar el enorme orzuelo que, inmisericorde, había elegido como morada mi párpado inferior izquierdo. Es por ello que, a efectos meramente estadísticos, mi caso tal vez carezca de relevancia.