Indicios (II)
He de asumir el desprecio para que canten los pájaros de la noche. Serán melodías suaves como lenguas tibias lamiendo, pero el salmo tiene el tímpano poblado de cenizas sombrías. Ya no existen desesperanzas posibles bajo el cielo lánguido de las notas, y todo es negro.
Surge un tétrico rumor en el viento, como de ala de pájaro herido, cuando abre sus amadas fauces lo eterno desconocido, y desde la escala se fuga un semitono al irrumpir los clarines anunciando un aquelarre de sangre que no habrán de beber los ojos sedientos. Una lluvia torrencial de sal húmeda brota desde el fondo del subsuelo anunciando el fin de las noches.
Nace un aroma con el alba, como presagio sobre el cálido rocío, pero agonizan los designios, sobre sábanas sin mácula, pendientes del mármol. Una lúgubre jauría de mariposas negrísimas viene a rumiar la música cuando cesan las campanas su tañido.
Hay ruinas amarillas sobrevolando las liturgias.
Ejércitos de charlatanes bien armados, con túnicas translucidas, preparan el sacrificio de los augurios sobre un altar de profundo cieno, mientras un espejismo celeste nos revela la inconsistencia de sus misterios.
En el desprecio se han fraguado corazas como tránsitos de sombra, pero la luz azul, como carcoma, orada los huesos desnudos, y en el pedregal de las mentiras brotan espinas traidoras.
Me fueron cercenados los ojos con trece palabras inaudibles y la esencia de un rencor improcedente. ¿Cómo ha de buscar quién carece de manos entre el polvo, si lleva clavada en los muñones una esperanza de roca gota a gota? ¿Cómo designar por su nombre al que fue sentenciado a la vigilia?
Surge cabalgando mi enemigo, sobre el lomo de un aroma de penumbras, y quiero abrazarlo, pero sigo despierto en la parálisis y me duelen las palabras amputadas. En algún punto de la partitura violenta se han quebrado la médula y el verbo, aislando al guerrero blanco sin ojos, de pretéritos perfectos y futuros condicionales. Otra vez la lluvia, calcinando.
Una ofensiva de fiereza inesperada surge perdonada de antemano desde unas alas asediadas de dulzura. ¿Qué sabes tú de caminar cada mañana por senderos desaparecidos?, ¿qué del ansia posesa y clandestina?, ¿qué de tribunales sin indicios, de las huellas movedizas, del dolor de las deserciones, de exorcismos fracasados? Puedes, si quieres, romper el mármol, pero hace frío.
Ya viene perpetuándose el invierno bajo la ventana de octubre, y veintitrés pétalos se petrifican de destierro. Has ungido la piel del anatema con el aceite sacramental de las sacristías, sepultando bajo un manto sagrado el perdón y la misericordia. Tras sucumbir en ordalía, vaga atormentado el sueño.
Entre el estiércol del desprecio ni las ruinas se pertenecen, y aunque al amparo de la niebla, indiferente, me pienses erguido en la distancia, ¿qué sabes tú de arquitecturas?, ¿qué de perder la paciencia?, ¿qué de la traición y el dislate?, ¿qué de la calma aborrecible del opio, de las pasiones sin nombre, de las raíces como garfios, de la locura?
Prendido en una ciénaga de santidades he vuelto la mirada a las iglesias y sólo he vislumbrado estatuas amordazadas de lluvia. Estatuas de sal, desmoronándose, henchidas de cenizas y silencio.
Entre la maraña de indicios falsos, con un rostro ajeno, se alimenta la alimaña que recorre el filo de la noche. Mana fría, pero es sangre, y un aroma parecido al crisantemo inunda la estancia vacía que antaño moraban las lilas.
Cae la noche como un calvario de alas en silencio y se vierte desde la cicatriz inmóvil una herida más profunda a borbotones. Aún más profunda, mucho más profunda. Tengo sueño, mucho sueño.
Surge un tétrico rumor en el viento, como de ala de pájaro herido, cuando abre sus amadas fauces lo eterno desconocido, y desde la escala se fuga un semitono al irrumpir los clarines anunciando un aquelarre de sangre que no habrán de beber los ojos sedientos. Una lluvia torrencial de sal húmeda brota desde el fondo del subsuelo anunciando el fin de las noches.
Nace un aroma con el alba, como presagio sobre el cálido rocío, pero agonizan los designios, sobre sábanas sin mácula, pendientes del mármol. Una lúgubre jauría de mariposas negrísimas viene a rumiar la música cuando cesan las campanas su tañido.
Hay ruinas amarillas sobrevolando las liturgias.
Ejércitos de charlatanes bien armados, con túnicas translucidas, preparan el sacrificio de los augurios sobre un altar de profundo cieno, mientras un espejismo celeste nos revela la inconsistencia de sus misterios.
En el desprecio se han fraguado corazas como tránsitos de sombra, pero la luz azul, como carcoma, orada los huesos desnudos, y en el pedregal de las mentiras brotan espinas traidoras.
Me fueron cercenados los ojos con trece palabras inaudibles y la esencia de un rencor improcedente. ¿Cómo ha de buscar quién carece de manos entre el polvo, si lleva clavada en los muñones una esperanza de roca gota a gota? ¿Cómo designar por su nombre al que fue sentenciado a la vigilia?
Surge cabalgando mi enemigo, sobre el lomo de un aroma de penumbras, y quiero abrazarlo, pero sigo despierto en la parálisis y me duelen las palabras amputadas. En algún punto de la partitura violenta se han quebrado la médula y el verbo, aislando al guerrero blanco sin ojos, de pretéritos perfectos y futuros condicionales. Otra vez la lluvia, calcinando.
Una ofensiva de fiereza inesperada surge perdonada de antemano desde unas alas asediadas de dulzura. ¿Qué sabes tú de caminar cada mañana por senderos desaparecidos?, ¿qué del ansia posesa y clandestina?, ¿qué de tribunales sin indicios, de las huellas movedizas, del dolor de las deserciones, de exorcismos fracasados? Puedes, si quieres, romper el mármol, pero hace frío.
Ya viene perpetuándose el invierno bajo la ventana de octubre, y veintitrés pétalos se petrifican de destierro. Has ungido la piel del anatema con el aceite sacramental de las sacristías, sepultando bajo un manto sagrado el perdón y la misericordia. Tras sucumbir en ordalía, vaga atormentado el sueño.
Entre el estiércol del desprecio ni las ruinas se pertenecen, y aunque al amparo de la niebla, indiferente, me pienses erguido en la distancia, ¿qué sabes tú de arquitecturas?, ¿qué de perder la paciencia?, ¿qué de la traición y el dislate?, ¿qué de la calma aborrecible del opio, de las pasiones sin nombre, de las raíces como garfios, de la locura?
Prendido en una ciénaga de santidades he vuelto la mirada a las iglesias y sólo he vislumbrado estatuas amordazadas de lluvia. Estatuas de sal, desmoronándose, henchidas de cenizas y silencio.
Entre la maraña de indicios falsos, con un rostro ajeno, se alimenta la alimaña que recorre el filo de la noche. Mana fría, pero es sangre, y un aroma parecido al crisantemo inunda la estancia vacía que antaño moraban las lilas.
Cae la noche como un calvario de alas en silencio y se vierte desde la cicatriz inmóvil una herida más profunda a borbotones. Aún más profunda, mucho más profunda. Tengo sueño, mucho sueño.
Aunque sea uno solo te hago la ola, como en el mejor partido del Cádiz en el Carranza te coreo: "Ese Rafa oé, ese Rafa oé, oé, oé..., bien picha, bien."