Indicios (III)
Hay copas colmadas de mercurio, al borde de unos labios sin sonrisa, merodeando. ¡Dulce néctar para el sediento que ya no espera! Mas no ha de beber aquel que nunca supo de humedades.
Se ahoga el fracaso del durmiente en un viento veloz que no sostiene el peso del azogue laminando. Pero ya nada importa: no regresarán jamás las renuncias vergonzantes.
Plenitud luctuosa de lenguas cansadas donde anidan unas alas que fraguadas sobre el vértigo destilan la quietud insomne de la nieve sin mácula. Pero la luz es intensa tras el postrer alumbramiento de las sombras.
Sabedora de la simiente putrefacta, la interpelación se desfigura bajo la retórica asombrada de un árbol desabrido y sin frutos. En los mentideros de los charlatanes perece la vocación de los planetas.
Se alza la pasión, intacta, virginal, no camina, y sus pies, descalzos y ruines como lanzas, van marcando un resquemor de huellas impalpables: abismo de entrañas que se oxidan en el pétalo postrero de la duda.
Una lápida pagana, abandonada en la sospecha de los mártires sin credo, sufre el asedio de un ángel de otoño, pero las cruces se nutren, invertidas, de un jirón de pieles rancias. Un aroma a flores inciertas se descompone de invierno.
Sé que sigues pensando que siempre fue tarde, pero una vez bebí de tus lágrimas y no existía el tiempo. Allí, sobre lo intransitable, sólo nos faltó tu leve aliento para alcanzar a desterrar la tiranía del agua que fluía en los desagí¼es. Pero tus pulmones están hechos de la pasta engañosa con la que se construyen los cimientos de las iglesias.
Y en el ansia de una dulzura de algodones, que se niega a lacerar la piel de los enfermos, perece mi tacto en el espanto de una bondad sin ternura. Paradoja desgarradora de un ángel que no ha caído.
Tal vez pudiera volver, sobre manantiales de sangre, confundido con la niebla, pero me delataría la mirada esquiva en los espejos y ya entoné las últimas plegarias.
Llagas parpadean tenebrosas sin cerrarse sobre el vidrio, y un fénix sin ingenio, grotesco y cansado, ha renacido, pero no devuelven su reflejo los estanques.
Ya se fue para siempre el tiempo de sentir la calidez del gemido en la mazmorra, pero la virgen de hierro se me antoja acogedora. Llueve aguanieve sobre el foso de los penúltimos viernes de diciembre, y hace frío, mucho frío.
Hay un enjambre de desapariciones que picotea mis úlceras y tú estas lejos y no hay apósito que frene tanta hemorragia.
Enjambres de desaparecidas te rodean y sus rostros, de tribunal miserable, lapidan con saña mis rodillas. Huyo reptando, como un gusano, entre botas manchadas de arsénico que, mordaces, se niegan a aplastarme, pero el roce de su aspereza lasciva me impregna de heridas de consciencia.
Hay presunciones de espanto flotando sobre la rompiente, pero los números se han cerrado en círculos y tengo sueño, mucho sueño,
Se ahoga el fracaso del durmiente en un viento veloz que no sostiene el peso del azogue laminando. Pero ya nada importa: no regresarán jamás las renuncias vergonzantes.
Plenitud luctuosa de lenguas cansadas donde anidan unas alas que fraguadas sobre el vértigo destilan la quietud insomne de la nieve sin mácula. Pero la luz es intensa tras el postrer alumbramiento de las sombras.
Sabedora de la simiente putrefacta, la interpelación se desfigura bajo la retórica asombrada de un árbol desabrido y sin frutos. En los mentideros de los charlatanes perece la vocación de los planetas.
Se alza la pasión, intacta, virginal, no camina, y sus pies, descalzos y ruines como lanzas, van marcando un resquemor de huellas impalpables: abismo de entrañas que se oxidan en el pétalo postrero de la duda.
Una lápida pagana, abandonada en la sospecha de los mártires sin credo, sufre el asedio de un ángel de otoño, pero las cruces se nutren, invertidas, de un jirón de pieles rancias. Un aroma a flores inciertas se descompone de invierno.
Sé que sigues pensando que siempre fue tarde, pero una vez bebí de tus lágrimas y no existía el tiempo. Allí, sobre lo intransitable, sólo nos faltó tu leve aliento para alcanzar a desterrar la tiranía del agua que fluía en los desagí¼es. Pero tus pulmones están hechos de la pasta engañosa con la que se construyen los cimientos de las iglesias.
Y en el ansia de una dulzura de algodones, que se niega a lacerar la piel de los enfermos, perece mi tacto en el espanto de una bondad sin ternura. Paradoja desgarradora de un ángel que no ha caído.
Tal vez pudiera volver, sobre manantiales de sangre, confundido con la niebla, pero me delataría la mirada esquiva en los espejos y ya entoné las últimas plegarias.
Llagas parpadean tenebrosas sin cerrarse sobre el vidrio, y un fénix sin ingenio, grotesco y cansado, ha renacido, pero no devuelven su reflejo los estanques.
Ya se fue para siempre el tiempo de sentir la calidez del gemido en la mazmorra, pero la virgen de hierro se me antoja acogedora. Llueve aguanieve sobre el foso de los penúltimos viernes de diciembre, y hace frío, mucho frío.
Hay un enjambre de desapariciones que picotea mis úlceras y tú estas lejos y no hay apósito que frene tanta hemorragia.
Enjambres de desaparecidas te rodean y sus rostros, de tribunal miserable, lapidan con saña mis rodillas. Huyo reptando, como un gusano, entre botas manchadas de arsénico que, mordaces, se niegan a aplastarme, pero el roce de su aspereza lasciva me impregna de heridas de consciencia.
Hay presunciones de espanto flotando sobre la rompiente, pero los números se han cerrado en círculos y tengo sueño, mucho sueño,