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Hasta siempre

Bueno, ya todo ha terminado: se cumplieron los indicios o, más bien, su carencia. No, no me refiero al año pretérito ni a los fastos que lo acompañaron en su agonía, hace tiempo que me rebelo frente a las fragmentaciones artificiales que tratamos de imponer, o nos imponen, al tránsito que dejará de existir en un instante entre la bruma oscura de la nada. Pero el caso es que todo ha terminado y no puedo saber si comenzará algo nuevo o si, por el contrario, permanecerán varados los momentos en un pasado que nunca fue.

Anoche logré comer una uva de la suerte, o del infortunio, según se mire, por cada campanada de un reloj lejano que siempre marcha atrasando, pero no pedí ningún deseo: ya no sé cuanto hace que dejé de creer en hadas y duendes, aunque mis deseos sigan vagando encadenados a los límites. Igual que persiste la añoranza, más que por nadie, por mí.

Después, los estallidos de luz con olor a pólvora de una celebración que nunca he llegado a comprender, y que ya no comprenderé nunca, se me hicieron más macilentos que de costumbre. Y el rumor de la interminable traca, aunque hiriente, parecía llegar con sordina: fue una extraña y pegajosa sensación de abismo.

No bebí, a pesar del vértigo: varías vidas dependían de la mía en los trayectos.

Hoy, como ayer, me duele el pecho. Hace ya varias semanas, o tal vez años, que me atormenta este catarro, del que no consigo desprenderme, y no paro de toser en todo el día. Y aunque hace ya mucho que dejé también de creer en los Reyes Magos, mi carta sigue en blanco: ya no recuerdo cuando me olvidé de las palabras.

Hoy el mundo, como siempre, no es mejor que ayer, aunque yo haya terminado por cambiar mis horarios sin tiempo, y de lugar en el mismo sitio, para no ser bajo de arena que se ahoga proclive a naufragios ajenos. O igual ya es otro el que está y yo no soy más que un recuerdo sin memoria.