Gris
Me llamo Buenalengua, Marcos Eulogio Amposta Buenalengua, aunque los pocos amigos que aún me quedan –ya no sé bien porqué; la intensidad arrolladora de mis pasiones frustradas me han abocado a un estado permanente de delirio en el que me cuesta diferenciar lo real de lo ilusorio, el presente del pasado, la realidad de los sueños…- me suelen llamar Anacleto.
Hace ahora aproximadamente dos años -entonces contaba cuarenta y cinco, fue durante unas vacaciones navideñas-, en vista de que mi vida se había ido tiñendo de un inevitable color gris asfalto -la tarde, mis ilusiones, mis esperanzas, mis inquietantes sueños nocturnos, mis pesadillas al volante del desvencijado utilitario color gris con el que de lunes a viernes recorro cientos de kilómetros por la sinrazón de mi trabajo… todo gris-, comencé a escribir poemas, actividad en la que no he cesado un solo día desde entonces. Esta misma mañana manuscribí un incipiente borrador de lo que en ese momento pretendía ser una oda elegíaca al futuro incierto.
Para tratar de dar salida a esta irrefrenable marola de ideas poéticas, que desde el estómago me brotan a arcadas como un vómito asfixiante poniendo continuamente a prueba mi cordura y mi escasa capacidad para digerir la melancolía grisácea que indefectiblemente provocan en mí, cualquier soporte me ha resultado útil. Las servilletas del bar donde suelo tomar el primer café de la mañana -con su característico aroma ácido y nauseabundo a pan rancio, aguardiente seco, borrachos de amanecida y humo de tabaco negro barato, y su chabacana publicidad serigrafiada en un antiestético color azul marino- que, en su parte superior, nos anuncian: “Consuma productos naturales de Andalucía. Comité Andaluz de Agricultura Ecológica"; y en la inferior: “Casa Ampurias, él de la calle Teodosio. Gracias por su visita”, y en una letras ya tan diminutas que mi cansada vista debe emplearse con inusitado denuedo en poder descifrar lo que para el publicista que lo ideó, al igual que ocurre con la letra pequeña de los contratos de compra-venta, constituye, sin duda, el mensaje esencial y que en ningún caso debería dejar de ser tenido en cuenta de entre toda esta grosera literatura sin arte que ocupa como una cuarta parte de tan insignificante trozo de papel de usar y tirar: “No confundir con el otro Ampurias. Éste es el suyo, el genuino”. Mi ordenador personal -con su teclado gris claro ennegrecido por el uso y la falta de limpieza y el marco de la pantalla también gris, aunque de una tonalidad notablemente más oscura- ya un poco necesitado de ser objeto obsceno de una renovación tecnológica tan artificialmente creada como magistralmente vendida. Los cuadernos -siempre con las pastas de un color gris sucio y sus hojas de papel reciclado- en los que tomo todo tipo de notas, desde los productos que faltan en mi desangelado frigorífico, a la espera de tener una oportunidad y a la vez ganas suficientes y la necesidad imperiosa de ir al supermercado, hasta la dirección y otros datos necesarios de los clientes que debo visitar al día siguiente para tratar de embaucarlos vendiéndoles unos productos sobrevalorados, caros e inútiles que nunca necesitarán ni llegarán a usar. Hasta la palma de la mano me ha servido en ocasiones de improvisado sustento para expresar mi afán poético –me cuesta un trabajo enorme que la tinta se me marque en la piel, siempre me han sudado mucho las manos- cuando no he tenido al alcance un material fungible adecuado, aunque, en estos casos, lo escrito parca y apresuradamente ha terminado casi siempre por borrarse antes de que haya podido trasladarlo a un lugar menos inseguro para tal menester; creo haber dicho ya que siempre me han sudado mucho las manos.
Al principio creo haber pensado -no lo sé a ciencia cierta, desde aquella tarde de lluvia persistente y silenciosamente gris e inusualmente cálida para tratarse del mes de diciembre todo lo recuerdo confuso y envuelto en una nebulosa de inciertas y nunca consumadas pasiones- que mi única intención era, en mitad de aquel territorio desértico erigido en honor a la desolación más pertinaz, la de tratar de inventar algo bello a partir de la nada más absoluta, pavorosa y barroca, aunque tras un tiempo se fue adueñando de mí la idea, de cuya realidad hoy no me cabe la menor duda, de que tal vez pudiera ser más bien un modo de intentar vencer la demencia cargada de finas esquirlas que comenzaba a penetrar, inexorable, mi ya irritado y desajustado sistema nervioso; una especie de terapia dirigida a soltar el pesado lastre con el que me había cargado, sin querer saber exactamente ni dónde ni cuándo ni cómo ni por qué, y que paulatinamente me iba precipitando hacia el más profundo de los abismos.
Hoy ya he asumido plenamente la verdad del desencadenante definitivo de mi profundo desequilibrio psíquico, y reconozco, fatigado y perplejo, que el motivo de aquel desasosiego, que aún perdura, se derivó del hecho de haber sido aguijoneado por el ponzoñoso, pero a la vez dulce escorpión de un amor imposible. A mis años comprenderéis que no era la primera vez en la que me sucedía algo así, pero en esta ocasión todo era diferente; nunca antes había sentido este imperioso e indómito impulso de querer y ser querido por alguien a quién no podía ni quizás debiera amar. Fue un amor a primera vista, algo así como un flechazo, aunque ya hacía más de diez años que conocía a Sandra, pero sólo de un modo superficial y sin haber reparado nunca hasta aquel momento en su singular y arrebatadora belleza ni en su grandeza única como ser humano. Para tratar de aliviar la angustia que casi permanentemente me producía el sangrante agujero que se había abierto en mi alma a consecuencia de aquella carencia inconfesa e imposible de mitigar, a menudo soñaba despierto imaginando que tal vez Sandra correspondía secretamente a mis sentimientos y que solamente se resistía a sus brutales deseos de fundirse conmigo en un abrazo sin fin en razón de los mismos impedimentos que atenazaban mis sentimientos. Pero inmerso en este delirio, en lo más profundo de mi ser trataba de ocultar la poco soportable idea de que ella no estaba ni nunca podría estar realmente enamorada de mí. De que tal vez, como mucho, sólo habría podido llegar a sentir en algún momento una mera atracción física a la que se resistía para no agriar aún más la relación nada fructífera que hoy hace ya casi quince años mantengo con Lía. Una relación que al poco tiempo de iniciarse llenó mi vida de tristeza, pero que nunca hasta ahora me he atrevido a romper por temor a que la debilidad mental que la aqueja pueda agravarse de forma fatal en el caso de llegar yo, egoístamente, a tomar tan difícil pero ansiada decisión.
En realidad no ha sido esta la primera ocasión en la que me he sentido asaltado por el arrebatador deseo de transitar por caminos poéticos para explorar los territorios incorpóreos que aún sospecho que, ignotos y recónditos, se parapetan en los últimos rincones de mi ser en un intento, quizá vano, de no ser descubiertos por un conquistador ajeno y despiadado decidido a esquilmar a sangre y fuego las baratijas que componen el pobre tesoro de su El Dorado. Pero ya no me cabe la menor duda de que esta última singladura lírica, sin viento, faro ni destino, sí ha sido una nueva forma de afrontar este ejercicio en forma de morbosa terapia destinada a tratar desesperada e infructuosamente de aumentar mi autoestima, de ocultar mi indecisión y falta de valentía y de alejar de mí el espectro de la profunda depresión que, como un amargo escalofrío, he sentido permanentemente recorrer mi espina dorsal desde aquel momento en que Sandra penetró en mí sin querer rebasar nunca los estrechos y peligrosos corredores que conducían a un encuentro pleno y a una metamorfosis mutua; algo que, tal vez, hubiera tenido unos efectos tan destructores y con tan poca posibilidad de vuelta atrás como la carencia que me atormenta. Creo que en estos dos años siempre he sentido un miedo atroz a amar y poder ser amado a un tiempo, a pesar de ansiar ese amor con todas mis fuerzas. Aunque, ahora que me invade este desamor espeso y pesado, y esta decepción que me cuesta soportar, comienzo a ser consciente de que, realmente, el principal y casi único efecto obrado en mí por tan abrupta hemorragia poética ha sido el de convertirme a un tiempo en objeto y sujeto de un regodeo permanentemente en el dolor denso, pegajoso e insufrible de supuesta víctima nada inocente que me aflige, amén de haberme procurado una jaqueca continua, que en todo momento se ha venido reflejando amenazante en mi rostro y mis ojos sombríos, y un mal humor que sólo puedo dominar a duras penas en contadas ocasiones.
Ciertamente he compuesto algunas estrofas que, modestia aparte, creo que no han estado del todo mal. Antes de dedicarme a embaucar a incautos compradores de productos amorfos y sin nada que ofrecer trabajé durante quince años en una pequeña biblioteca de barrio que apenas recibía la visita de algún lector ávido por conocer las noticias deportivas reflejadas en el diario local, y el aburrimiento terminó por obrar el milagro -uno de los pocos milagros, quizá el único que se ha producido a lo largo de mis cuarenta y siete años de existencia- de convertirme en un lector voraz de cualquier material escrito que cayera en mis manos: novela, poesía, ensayo, libros de viaje, cuentos infantiles y para adultos, catálogos de exposiciones, libros de geografía, “El Viejo Topo”, libros de recetas de cocina –he llegado a preparar platos deliciosos y con una presentación digna del mejor restaurante de la nouvelle cuisin-, y, poco a poco, esta afición, en principio sin vocación, aunque bien pronto germen de excitantes arrebatos expresivos, me fue haciendo un buen creador de imágenes literarias que, en la mayoría de las ocasiones, no llegaba a terminar de plasmar en un papel por pereza o -este tipo de cosas como otras tantas ya no logro recordarlas con nitidez- por considerarlo un ejercicio inútil. Tal vez en algo parecido consista la verdadera poesía: la intensa y fugaz emoción de un instante que se desparrama desde los sentidos como los colores que estallan desde un fuego de artificio en la noche de un presente efímero sin mañana. En cualquier caso, en ningún momento me he llegado a considerar un conocedor suficiente de las reglas de la gramática y la ortografía; mi pasión por este mundo de ideas abigarradas y excitantes me ha impedido siempre prestar demasiada atención a unas normas, al fin y al cabo, producto de una convención artificial establecida por una serie de sabios notables. Yo siempre he detestado a los sabios, tal vez porque en los pocos con los que he llegado a coincidir a lo largo de mi vida siempre, sin excepción, he creído detectar un conocimiento superado con creces por la arrogancia y un amor exclusivamente propio.
Al principio compuse estrofas de versos libres, sin ataduras formales, pero con el tiempo terminé por aficionarme, aunque sin dejar de permitirme cuantas licencias me fuesen necesarias en este sentido, a medir los versos, los cuales, salvo contadas ocasiones, siempre han contenido un número de sílabas impar -mis preferidos han sido los eneasílabos, algo considerado casi una aberración en el contexto de la poética española-, métrica que casi siempre, sin motivo aparente, he tratado de enmascarar mediante rupturas forzadas en los versos. Raramente he hecho uso de la rima; nunca me han sonado demasiado bien los poemas con rima, salvo los escritos por grandes poetas como Machado, Hernández o Federico en los que la intensa y diáfana musicalidad de todas y cada una de sus estrofas apenas permiten reparar en su carácter rimado. He escrito poemas de diferentes temáticas: He tratado de reflejar las fuerzas de la Naturaleza; he rendido homenaje a poetas como Juan Ramón o Gioconda Belli, tratando de recrear pobremente alguna de sus obras tras pasarlas por el tamiz de mi particular y atormentada visión del mundo; he hecho alegatos a favor de la libertad y el compromiso; he tratado de hacer defensa poética de colectivos e individuos marginados… pero ahora que lo pienso, ya en la distancia, ya habiendo decidido consumar mi atroz suicidio como mal poeta, los cientos de poemas que, sin haber contado en su mayoría con lector alguno, he terminado por almacenar de forma desordenada en una carpeta de cartón azul marino, de esas en las que su contenido se trata de asegurar con unas gomas elásticas blancas con unas diminutas rayas de color escarlata, han consistido, unas veces de forma evidente y otras veladamente, tan sólo en un aullido callado y doloroso de desamor y desesperanza, y he terminado por descubrir que mi poesía es pura ficción, un mal sucedáneo que jamás podrá sustituir la realidad que ansío, esa quimera, esa nada que será por siempre -aunque la eternidad sea un concepto que mi visión de este mundo falaz y fugaz que habito en precario no admite-, y que podrían perfectamente haberse resumido con una simple interjección: ¡Ay!.
¡Cuánto tiempo malgastado por y para nada!
Hoy, sin saber cómo, en el ocaso de esta tarde igualmente gris y lluviosa víspera de Epifanía, he llegado hasta la última planta de esté edificio inconcluso con mi abultada, pero a la vez ya sin sentido capetilla azul marino bajo el brazo, y he comenzado, uno a uno y sin concederles la gracia de una última lectura o quién sabe si de un posible indulto, a entregar mis poemas al viento.
Al fondo, hacia el oeste, las negras chimeneas del grisáceo complejo industrial, asesino de esperanzas pasadas, presentes y futuras, vomitan su humo amenazante, denso y pacientemente letal que, enrojecido en el crepúsculo por los últimos rayos de sol que se filtran a través de las escasas rendijas de azul ensangrentado que momentáneamente han podido abrirse paso entre los negros nubarrones, es arrastrado vertiginosamente por el poniente, podría pensarse que como alma que se lleva el diablo, si no fuera por que la Bestia no es más que una burda invención urdida en las sombras para reforzar la coacción que han terminado ejerciendo todos los dioses, también de ficción, que ab aeterno han ido construyendo los hombres con muros de acero y cimientos de barro para tratar de consolar sus incertidumbres en la idea imperfecta, falaz e incorpórea de una trascendencia ficticia e imposible. La misma idea que se desangra en mí y me desangra a borbotones con el paso de los años.
Un mosquito, que probablemente se ha estado parapetando del vendaval inclemente tras una de las pocas paredes apenas enlucidas que comienzan a dar cuerpo a este esqueleto de hormigón sin vida que asila mi dolor, se acaba de detener sobre mi rostro, junto al párpado inferior del ojo izquierdo. Es extraño, aunque nunca antes había reparado en ello, acabo de tomar conciencia de que de un tiempo a esta parte cada vez es más frecuente observar el vuelo de algún que otro mosquito en invierno. Sin duda, el producto de alguno de los muchos desarreglos ocasionados a la biosfera por la torpe y ávida mano del hombre. Permanezco inmóvil hasta que termina su labor de aliviarme un poco del peso que me supone mi sangre cansada para, de un zarpazo certero, cazarlo en vuelo manchando la palma de mi mano derecha de un color rojo profundamente oscuro y denso. Con la penúltima cuartilla que aún queda en la carpetilla azul -a la que hace rato ya he liberado para siempre de las gomas elásticas que aprisionaban su putrefacto contenido y que comienza a estar notablemente deteriorada por el agua de lluvia que ha ido absorbiendo durante el tiempo que llevo en este lugar tan mortecino aún sin haber nacido- limpio, sin dirigirle la mirada, los restos sin vida de este pequeño acto meditado de gran crueldad y furia y dejo que se la lleve el viento siguiéndola con la mirada en su vuelo zigzagueante hasta que se pierde totalmente entre la lluvia y una oscuridad que ya comienza a ser abrumadora.
Tomo en mis manos el último trozo de papel que aún queda en la desalmada carpeta, aproximadamente la cuarta parte de un folio con sus bordes notablemente irregulares, y me dispongo a dejar que también me lo arrebate el vendaval. Pero, súbitamente, alcanzo a ver el tenue brillo de una diminuta estrella, inexplicable en este momento en el que arrecia con fuerza la tormenta, y un vértigo sin precedentes se apodera de mí recorriendo mi cuerpo y mi espíritu de los pies a la cabeza, desde la concepción hasta este planeado prematuro ocaso. Mi mirada, empañada de lágrimas revueltas con las gotas de lluvia que durante no sé cuanto tiempo me ha estado azotando el rostro, se aferra con fuerza a esta última estrofa aún viva que, a duras penas, se refugia en este trozo de papel que ya comienza a deformarse a consecuencia del intenso aguacero. Se trata de un cuarteto, pienso que perfectamente medido y rimado -uno de los pocos poemas rimados que me he permitido hasta ahora-, escrito a mano con irregulares y apresurados trazos grises a lápiz. “La sirena emergió azul tristeza / de las aguas del mar de los sargazos / sin poderse quitar de la cabeza / al sirenauta que ansiaba en sus brazos.”
Y renace en mi pensamiento un haiku que escribí para Sandra y que ya creía que, junto con el resto de mis poemas, había entregado para siempre a la intensa ventisca de desilusión que en este momento me envuelve y amenaza con arrastrarme también hacia un precoz y premeditado olvido. “Un ángel bello / me sostiene en sus alas /sin yo valerlo.”
Y recupero una certeza que creía enterrada para siempre bajo mi inmenso dolor y que ahora renace con estas sencillas diecisiete sílabas. Una certeza quizás esencial para continuar aferrándome al mundo. La certeza en que el cariño que Sandra siente por mí jamás podrá ser superado por cualquier otro sentimiento afectivo que cualquier otra persona pudiera llegar a profesarme, a pesar de las carencias que confunden y ya mortificarán mi corazón hasta la muerte. Tomo en mi mano izquierda trémula de frío y miedo -soy zurdo de nacimiento y diestro de costumbres- un trozo de yeso desechado y, con enormes letras, escribo mi haiku, el haiku de Sandra, sobre el húmedo y sucio suelo de hormigón. Introduzco el empapado pedazo de cuartilla y el trozo de yeso en el bolsillo de mi camisa, junto al corazón, y me aproximo al borde del abismo. La noche es inmensa; la oscuridad prodigiosa; el vacío… absoluto.
Hace ahora aproximadamente dos años -entonces contaba cuarenta y cinco, fue durante unas vacaciones navideñas-, en vista de que mi vida se había ido tiñendo de un inevitable color gris asfalto -la tarde, mis ilusiones, mis esperanzas, mis inquietantes sueños nocturnos, mis pesadillas al volante del desvencijado utilitario color gris con el que de lunes a viernes recorro cientos de kilómetros por la sinrazón de mi trabajo… todo gris-, comencé a escribir poemas, actividad en la que no he cesado un solo día desde entonces. Esta misma mañana manuscribí un incipiente borrador de lo que en ese momento pretendía ser una oda elegíaca al futuro incierto.
Para tratar de dar salida a esta irrefrenable marola de ideas poéticas, que desde el estómago me brotan a arcadas como un vómito asfixiante poniendo continuamente a prueba mi cordura y mi escasa capacidad para digerir la melancolía grisácea que indefectiblemente provocan en mí, cualquier soporte me ha resultado útil. Las servilletas del bar donde suelo tomar el primer café de la mañana -con su característico aroma ácido y nauseabundo a pan rancio, aguardiente seco, borrachos de amanecida y humo de tabaco negro barato, y su chabacana publicidad serigrafiada en un antiestético color azul marino- que, en su parte superior, nos anuncian: “Consuma productos naturales de Andalucía. Comité Andaluz de Agricultura Ecológica"; y en la inferior: “Casa Ampurias, él de la calle Teodosio. Gracias por su visita”, y en una letras ya tan diminutas que mi cansada vista debe emplearse con inusitado denuedo en poder descifrar lo que para el publicista que lo ideó, al igual que ocurre con la letra pequeña de los contratos de compra-venta, constituye, sin duda, el mensaje esencial y que en ningún caso debería dejar de ser tenido en cuenta de entre toda esta grosera literatura sin arte que ocupa como una cuarta parte de tan insignificante trozo de papel de usar y tirar: “No confundir con el otro Ampurias. Éste es el suyo, el genuino”. Mi ordenador personal -con su teclado gris claro ennegrecido por el uso y la falta de limpieza y el marco de la pantalla también gris, aunque de una tonalidad notablemente más oscura- ya un poco necesitado de ser objeto obsceno de una renovación tecnológica tan artificialmente creada como magistralmente vendida. Los cuadernos -siempre con las pastas de un color gris sucio y sus hojas de papel reciclado- en los que tomo todo tipo de notas, desde los productos que faltan en mi desangelado frigorífico, a la espera de tener una oportunidad y a la vez ganas suficientes y la necesidad imperiosa de ir al supermercado, hasta la dirección y otros datos necesarios de los clientes que debo visitar al día siguiente para tratar de embaucarlos vendiéndoles unos productos sobrevalorados, caros e inútiles que nunca necesitarán ni llegarán a usar. Hasta la palma de la mano me ha servido en ocasiones de improvisado sustento para expresar mi afán poético –me cuesta un trabajo enorme que la tinta se me marque en la piel, siempre me han sudado mucho las manos- cuando no he tenido al alcance un material fungible adecuado, aunque, en estos casos, lo escrito parca y apresuradamente ha terminado casi siempre por borrarse antes de que haya podido trasladarlo a un lugar menos inseguro para tal menester; creo haber dicho ya que siempre me han sudado mucho las manos.
Al principio creo haber pensado -no lo sé a ciencia cierta, desde aquella tarde de lluvia persistente y silenciosamente gris e inusualmente cálida para tratarse del mes de diciembre todo lo recuerdo confuso y envuelto en una nebulosa de inciertas y nunca consumadas pasiones- que mi única intención era, en mitad de aquel territorio desértico erigido en honor a la desolación más pertinaz, la de tratar de inventar algo bello a partir de la nada más absoluta, pavorosa y barroca, aunque tras un tiempo se fue adueñando de mí la idea, de cuya realidad hoy no me cabe la menor duda, de que tal vez pudiera ser más bien un modo de intentar vencer la demencia cargada de finas esquirlas que comenzaba a penetrar, inexorable, mi ya irritado y desajustado sistema nervioso; una especie de terapia dirigida a soltar el pesado lastre con el que me había cargado, sin querer saber exactamente ni dónde ni cuándo ni cómo ni por qué, y que paulatinamente me iba precipitando hacia el más profundo de los abismos.
Hoy ya he asumido plenamente la verdad del desencadenante definitivo de mi profundo desequilibrio psíquico, y reconozco, fatigado y perplejo, que el motivo de aquel desasosiego, que aún perdura, se derivó del hecho de haber sido aguijoneado por el ponzoñoso, pero a la vez dulce escorpión de un amor imposible. A mis años comprenderéis que no era la primera vez en la que me sucedía algo así, pero en esta ocasión todo era diferente; nunca antes había sentido este imperioso e indómito impulso de querer y ser querido por alguien a quién no podía ni quizás debiera amar. Fue un amor a primera vista, algo así como un flechazo, aunque ya hacía más de diez años que conocía a Sandra, pero sólo de un modo superficial y sin haber reparado nunca hasta aquel momento en su singular y arrebatadora belleza ni en su grandeza única como ser humano. Para tratar de aliviar la angustia que casi permanentemente me producía el sangrante agujero que se había abierto en mi alma a consecuencia de aquella carencia inconfesa e imposible de mitigar, a menudo soñaba despierto imaginando que tal vez Sandra correspondía secretamente a mis sentimientos y que solamente se resistía a sus brutales deseos de fundirse conmigo en un abrazo sin fin en razón de los mismos impedimentos que atenazaban mis sentimientos. Pero inmerso en este delirio, en lo más profundo de mi ser trataba de ocultar la poco soportable idea de que ella no estaba ni nunca podría estar realmente enamorada de mí. De que tal vez, como mucho, sólo habría podido llegar a sentir en algún momento una mera atracción física a la que se resistía para no agriar aún más la relación nada fructífera que hoy hace ya casi quince años mantengo con Lía. Una relación que al poco tiempo de iniciarse llenó mi vida de tristeza, pero que nunca hasta ahora me he atrevido a romper por temor a que la debilidad mental que la aqueja pueda agravarse de forma fatal en el caso de llegar yo, egoístamente, a tomar tan difícil pero ansiada decisión.
En realidad no ha sido esta la primera ocasión en la que me he sentido asaltado por el arrebatador deseo de transitar por caminos poéticos para explorar los territorios incorpóreos que aún sospecho que, ignotos y recónditos, se parapetan en los últimos rincones de mi ser en un intento, quizá vano, de no ser descubiertos por un conquistador ajeno y despiadado decidido a esquilmar a sangre y fuego las baratijas que componen el pobre tesoro de su El Dorado. Pero ya no me cabe la menor duda de que esta última singladura lírica, sin viento, faro ni destino, sí ha sido una nueva forma de afrontar este ejercicio en forma de morbosa terapia destinada a tratar desesperada e infructuosamente de aumentar mi autoestima, de ocultar mi indecisión y falta de valentía y de alejar de mí el espectro de la profunda depresión que, como un amargo escalofrío, he sentido permanentemente recorrer mi espina dorsal desde aquel momento en que Sandra penetró en mí sin querer rebasar nunca los estrechos y peligrosos corredores que conducían a un encuentro pleno y a una metamorfosis mutua; algo que, tal vez, hubiera tenido unos efectos tan destructores y con tan poca posibilidad de vuelta atrás como la carencia que me atormenta. Creo que en estos dos años siempre he sentido un miedo atroz a amar y poder ser amado a un tiempo, a pesar de ansiar ese amor con todas mis fuerzas. Aunque, ahora que me invade este desamor espeso y pesado, y esta decepción que me cuesta soportar, comienzo a ser consciente de que, realmente, el principal y casi único efecto obrado en mí por tan abrupta hemorragia poética ha sido el de convertirme a un tiempo en objeto y sujeto de un regodeo permanentemente en el dolor denso, pegajoso e insufrible de supuesta víctima nada inocente que me aflige, amén de haberme procurado una jaqueca continua, que en todo momento se ha venido reflejando amenazante en mi rostro y mis ojos sombríos, y un mal humor que sólo puedo dominar a duras penas en contadas ocasiones.
Ciertamente he compuesto algunas estrofas que, modestia aparte, creo que no han estado del todo mal. Antes de dedicarme a embaucar a incautos compradores de productos amorfos y sin nada que ofrecer trabajé durante quince años en una pequeña biblioteca de barrio que apenas recibía la visita de algún lector ávido por conocer las noticias deportivas reflejadas en el diario local, y el aburrimiento terminó por obrar el milagro -uno de los pocos milagros, quizá el único que se ha producido a lo largo de mis cuarenta y siete años de existencia- de convertirme en un lector voraz de cualquier material escrito que cayera en mis manos: novela, poesía, ensayo, libros de viaje, cuentos infantiles y para adultos, catálogos de exposiciones, libros de geografía, “El Viejo Topo”, libros de recetas de cocina –he llegado a preparar platos deliciosos y con una presentación digna del mejor restaurante de la nouvelle cuisin-, y, poco a poco, esta afición, en principio sin vocación, aunque bien pronto germen de excitantes arrebatos expresivos, me fue haciendo un buen creador de imágenes literarias que, en la mayoría de las ocasiones, no llegaba a terminar de plasmar en un papel por pereza o -este tipo de cosas como otras tantas ya no logro recordarlas con nitidez- por considerarlo un ejercicio inútil. Tal vez en algo parecido consista la verdadera poesía: la intensa y fugaz emoción de un instante que se desparrama desde los sentidos como los colores que estallan desde un fuego de artificio en la noche de un presente efímero sin mañana. En cualquier caso, en ningún momento me he llegado a considerar un conocedor suficiente de las reglas de la gramática y la ortografía; mi pasión por este mundo de ideas abigarradas y excitantes me ha impedido siempre prestar demasiada atención a unas normas, al fin y al cabo, producto de una convención artificial establecida por una serie de sabios notables. Yo siempre he detestado a los sabios, tal vez porque en los pocos con los que he llegado a coincidir a lo largo de mi vida siempre, sin excepción, he creído detectar un conocimiento superado con creces por la arrogancia y un amor exclusivamente propio.
Al principio compuse estrofas de versos libres, sin ataduras formales, pero con el tiempo terminé por aficionarme, aunque sin dejar de permitirme cuantas licencias me fuesen necesarias en este sentido, a medir los versos, los cuales, salvo contadas ocasiones, siempre han contenido un número de sílabas impar -mis preferidos han sido los eneasílabos, algo considerado casi una aberración en el contexto de la poética española-, métrica que casi siempre, sin motivo aparente, he tratado de enmascarar mediante rupturas forzadas en los versos. Raramente he hecho uso de la rima; nunca me han sonado demasiado bien los poemas con rima, salvo los escritos por grandes poetas como Machado, Hernández o Federico en los que la intensa y diáfana musicalidad de todas y cada una de sus estrofas apenas permiten reparar en su carácter rimado. He escrito poemas de diferentes temáticas: He tratado de reflejar las fuerzas de la Naturaleza; he rendido homenaje a poetas como Juan Ramón o Gioconda Belli, tratando de recrear pobremente alguna de sus obras tras pasarlas por el tamiz de mi particular y atormentada visión del mundo; he hecho alegatos a favor de la libertad y el compromiso; he tratado de hacer defensa poética de colectivos e individuos marginados… pero ahora que lo pienso, ya en la distancia, ya habiendo decidido consumar mi atroz suicidio como mal poeta, los cientos de poemas que, sin haber contado en su mayoría con lector alguno, he terminado por almacenar de forma desordenada en una carpeta de cartón azul marino, de esas en las que su contenido se trata de asegurar con unas gomas elásticas blancas con unas diminutas rayas de color escarlata, han consistido, unas veces de forma evidente y otras veladamente, tan sólo en un aullido callado y doloroso de desamor y desesperanza, y he terminado por descubrir que mi poesía es pura ficción, un mal sucedáneo que jamás podrá sustituir la realidad que ansío, esa quimera, esa nada que será por siempre -aunque la eternidad sea un concepto que mi visión de este mundo falaz y fugaz que habito en precario no admite-, y que podrían perfectamente haberse resumido con una simple interjección: ¡Ay!.
¡Cuánto tiempo malgastado por y para nada!
Hoy, sin saber cómo, en el ocaso de esta tarde igualmente gris y lluviosa víspera de Epifanía, he llegado hasta la última planta de esté edificio inconcluso con mi abultada, pero a la vez ya sin sentido capetilla azul marino bajo el brazo, y he comenzado, uno a uno y sin concederles la gracia de una última lectura o quién sabe si de un posible indulto, a entregar mis poemas al viento.
Al fondo, hacia el oeste, las negras chimeneas del grisáceo complejo industrial, asesino de esperanzas pasadas, presentes y futuras, vomitan su humo amenazante, denso y pacientemente letal que, enrojecido en el crepúsculo por los últimos rayos de sol que se filtran a través de las escasas rendijas de azul ensangrentado que momentáneamente han podido abrirse paso entre los negros nubarrones, es arrastrado vertiginosamente por el poniente, podría pensarse que como alma que se lleva el diablo, si no fuera por que la Bestia no es más que una burda invención urdida en las sombras para reforzar la coacción que han terminado ejerciendo todos los dioses, también de ficción, que ab aeterno han ido construyendo los hombres con muros de acero y cimientos de barro para tratar de consolar sus incertidumbres en la idea imperfecta, falaz e incorpórea de una trascendencia ficticia e imposible. La misma idea que se desangra en mí y me desangra a borbotones con el paso de los años.
Un mosquito, que probablemente se ha estado parapetando del vendaval inclemente tras una de las pocas paredes apenas enlucidas que comienzan a dar cuerpo a este esqueleto de hormigón sin vida que asila mi dolor, se acaba de detener sobre mi rostro, junto al párpado inferior del ojo izquierdo. Es extraño, aunque nunca antes había reparado en ello, acabo de tomar conciencia de que de un tiempo a esta parte cada vez es más frecuente observar el vuelo de algún que otro mosquito en invierno. Sin duda, el producto de alguno de los muchos desarreglos ocasionados a la biosfera por la torpe y ávida mano del hombre. Permanezco inmóvil hasta que termina su labor de aliviarme un poco del peso que me supone mi sangre cansada para, de un zarpazo certero, cazarlo en vuelo manchando la palma de mi mano derecha de un color rojo profundamente oscuro y denso. Con la penúltima cuartilla que aún queda en la carpetilla azul -a la que hace rato ya he liberado para siempre de las gomas elásticas que aprisionaban su putrefacto contenido y que comienza a estar notablemente deteriorada por el agua de lluvia que ha ido absorbiendo durante el tiempo que llevo en este lugar tan mortecino aún sin haber nacido- limpio, sin dirigirle la mirada, los restos sin vida de este pequeño acto meditado de gran crueldad y furia y dejo que se la lleve el viento siguiéndola con la mirada en su vuelo zigzagueante hasta que se pierde totalmente entre la lluvia y una oscuridad que ya comienza a ser abrumadora.
Tomo en mis manos el último trozo de papel que aún queda en la desalmada carpeta, aproximadamente la cuarta parte de un folio con sus bordes notablemente irregulares, y me dispongo a dejar que también me lo arrebate el vendaval. Pero, súbitamente, alcanzo a ver el tenue brillo de una diminuta estrella, inexplicable en este momento en el que arrecia con fuerza la tormenta, y un vértigo sin precedentes se apodera de mí recorriendo mi cuerpo y mi espíritu de los pies a la cabeza, desde la concepción hasta este planeado prematuro ocaso. Mi mirada, empañada de lágrimas revueltas con las gotas de lluvia que durante no sé cuanto tiempo me ha estado azotando el rostro, se aferra con fuerza a esta última estrofa aún viva que, a duras penas, se refugia en este trozo de papel que ya comienza a deformarse a consecuencia del intenso aguacero. Se trata de un cuarteto, pienso que perfectamente medido y rimado -uno de los pocos poemas rimados que me he permitido hasta ahora-, escrito a mano con irregulares y apresurados trazos grises a lápiz. “La sirena emergió azul tristeza / de las aguas del mar de los sargazos / sin poderse quitar de la cabeza / al sirenauta que ansiaba en sus brazos.”
Y renace en mi pensamiento un haiku que escribí para Sandra y que ya creía que, junto con el resto de mis poemas, había entregado para siempre a la intensa ventisca de desilusión que en este momento me envuelve y amenaza con arrastrarme también hacia un precoz y premeditado olvido. “Un ángel bello / me sostiene en sus alas /sin yo valerlo.”
Y recupero una certeza que creía enterrada para siempre bajo mi inmenso dolor y que ahora renace con estas sencillas diecisiete sílabas. Una certeza quizás esencial para continuar aferrándome al mundo. La certeza en que el cariño que Sandra siente por mí jamás podrá ser superado por cualquier otro sentimiento afectivo que cualquier otra persona pudiera llegar a profesarme, a pesar de las carencias que confunden y ya mortificarán mi corazón hasta la muerte. Tomo en mi mano izquierda trémula de frío y miedo -soy zurdo de nacimiento y diestro de costumbres- un trozo de yeso desechado y, con enormes letras, escribo mi haiku, el haiku de Sandra, sobre el húmedo y sucio suelo de hormigón. Introduzco el empapado pedazo de cuartilla y el trozo de yeso en el bolsillo de mi camisa, junto al corazón, y me aproximo al borde del abismo. La noche es inmensa; la oscuridad prodigiosa; el vacío… absoluto.
Qué bello, ingenioso, gracioso y ... trabajoso.
PAQUITA