El telar de las lobas
Aquella aurora, tras confiarnos a la protección de Minerva y bien armados, iniciamos sacrosanta peregrinación rumbo a la necrópolis en la que se alzaba desde los más remotos abismos del destiempo el mausoleo al soldado desconocido.
Según la leyenda, tan egregia morada no fue en su origen más que una tumba humilde en un cementerio sin deudos ni flores. Pero, con el tiempo, comenzaron a correr rumores que especulaban con la, por otra parte, descabellada idea de que los despojos putrefactos y sin paz que allí yacían sin vida eran los de un aguerrido y apuesto general, famoso tanto por su condición de bastardo y aristócrata como por su pertinaz anonimato. Un buen día esos rumores, cansados de vagar a toda prisa de boca en boca y sin destino, se detuvieron sin previo aviso y se quedaron para siempre. De modo que las autoridades competentes no tardaron mucho en ornar tumba y camposanto en debida consonancia con el rumoreado abolengo del presunto finado.
Conforme avanzábamos como plaga perpetrando al unísono himnos aberrantes y sin lengua, no nos faltaron oportunidades. En consecuencia, al dar término a nuestro periplo, llevábamos minúsculas partículas de huesos y vísceras tibias entre los dientes, jirones de piel desollada y aliento pagano prendidos a las uñas, y las manos manchadas de sangre en cenizas y nauseabunda tierra coagulada.
Allí todo parecía ya estar bien dispuesto para la liturgia. Sobre el altar de obsidiana y estiércol una hermosa y nívea doncella desnuda como el mármol gemía aterrorizada en tanto un chamán estulto y sifilítico blandía amenazante en las tinieblas un descomunal e ignominioso machete oxidado, y frotaba con fruición su prepucio purulento, deforme y estéril contra la tersura fértil, trémula e inmaculada de los más que apetitosos senos de la destinada al sacrificio (qué infame desperdicio, podría haber pensado cualquiera. Pero estaban prohibidas las lobas negras). La muchedumbre, extática y precoz, se masturbaba y eyaculaba sin cesar a borbotones y con ansias crecientes por ser oscuro objeto de sodomítico deseo.
De súbito, con sombras, machete y prepucio confluyendo sanguinarios en su cenit, insólito un balido negro, proferido blasfemo con flagrante nocturnidad y alevosa licantropía, quebró el callado estrépito de semen y gozo malversados, alumbrando una certeza en mitad de las mazmorras.
- No os dejéis embaucar, no; no fue general ni soldado innominado. Fue una tejedora soberbia, mas de ternura libidinosa, que, acosada por el puritanismo belicista, inquisidor e impotente de la moral eunuca y obscena al uso, decidió pasar a mejor vida -es un decir- colgándose del cuello hasta morir en un olivo milenario de látex y vellón con sabor a falacia y rancios mandamientos.
Fue cuando, turbada ante la visión del chamán cercenando y engullendo sin apenas masticarlos todos y cada uno de sus cientos de miles de hediondos testículos gonorreicos, la muchedumbre se inmoló entre pusilánimes y retorcidos alaridos rumiando flor de acónito. Yo no hice ademán ni de tocarla, mucho menos de llevármela a los labios; cuestión de alergia y puede, que un poco de buen gusto. Así que, desde entonces, formo un voluptuoso trío junto con la ex-doncella desnuda de apetitosas tetas -por no hablaros de sus nalgas firmes y delicadas como la seda- y la inesperada por infiel oveja negra, la cual, por cierto, ha resultado toda una loba sin hiel, bajo su ajena aneja y nada añeja piel de miel y cordero. Me enloquece obedecer para dejarme caer entre sus hilos y allí ser a fuego lento devorado.
Ilustración: Las Hilanderas, de Velázquez.