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Adiós al diazepam


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Nadie ha sido capaz de desentrañar los motivos, pero lo cierto es que, tras el accidente en el laboratorio, estuve varios meses sin poder pegar ojo. Y lo peor de todo es que la falta de sueño me sumió bien pronto en una permanente y pesada cefalea que llegué a pensar terminaría por hacerse crónica. Tras probar diferentes tipos de somníferos sin resultado alguno, el boticario del pueblo me habló de un método experimental que a lo largo de varias décadas se había dedicado a desarrollar en sus ratos libres. Fue así como comencé a arrancarme cada noche la cabeza. Resulta infalible; nunca antes en toda mi vida me había sentido tan descansado. No obstante, la asistenta que contraté para que me la vuelva a colocar en su sitio cada mañana, dice que no hay día en el que no me encuentre pataleando convulsivamente. En una ocasión enfermó, y no vino en una semana. Pensó que yo, tanto tiempo sin cabeza, podía haber muerto, pero no me encontró en muy mal estado. Me comentó que tal como me vio, no sería de extrañar que pudiese sobrevivir hasta nueve días descabezado, aunque yo aún no he alcanzado a comprender el porqué de esa tan precisa estimación temporal. Lo cierto -no me importa repetirme en este extremo- es que me encuentro más relajado que nunca. Y, lo que es más importante, con una fortaleza con la que considero que incluso podría salir indemne de agresiones tan colosales como una explosión nuclear. Debe ser por esa continua convulsión muscular que me acompaña mientras duermo.