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A 22 kilómetros

A Gioconda Belli, por su Íntima multitud.
A Dulce Pontes, por la emoción.

Desde el reproductor de “emepetrés”
Fluye, como un torrente,
como azúcar moreno recién diluido
en té rojo caliente,
envolviéndome,
trasladándome a territorios subacuáticos
de melancolía agreste,
la voz de canela de Dulce Pontes.

“Están as nubes chorrando
por un amor que morréu
están as rúas molladas
de tanto como chovéu”


En el panel luminoso parpadean las rojas figuras
de vehículos amontonados,
oprimidos por un triángulo sin salidas;
“A 22 KILOMETROS”.

Mi alma perecedera, dolida, se expande,
se sublima hacia su infinito interior
entre recuerdos incontenibles de la intima multitud
aun sin digerir del todo
de Gioconda Belli
y sus lamentos por una lejana Nicaragua
en llanto;
su anhelo firme, pero incierto,
de que millones de voces la arrullen un día
con la melodía y versos maternales
de una dulce y liberadora canción de cuna;
su dolor por Carlos Fonseca
quizá asaltado
póstumamente
por perversas hormiguitas locuaces;
su revolución frustrada,
hecha pedacitos por las trampas de un poder
que envenenado de orgullo altanero e inmisericorde
temprano abandonó ética y vergí¼enza en su tortuoso camino;
Adriana,
su Adriana querida;
Digna Mendiola,
despojada voluntariamente de su falda azul
y su blusita blanca de colegiala,
mendigando al pie de un semáforo
que otorga escasas oportunidades al rojo;
la fugacidad y futilidad del tiempo;
la detestable sinrazón de la velocidad;

la incomunicación;

el amor y el desamor;
su recuerdo de Virginia Woolf,
irredenta,
llenando de piedras los bolsillos
camino de su última zambullida en el río;
la desesperanza y su deseo incombustible
por resurgir de entre las cenizas;

su soledad

en las autopistas de la multitudinaria,
multiétnica
e indecorosamente extensa Los Ángeles.

“Mas a velha Chica embrulhada nos pensamentos,
ela sabia, mas ní£o dizia a razí£o daquele sofrimento.
Xé menino, ní£o fala política,
ní£o fala política, ní£o fala política”.


Súbitamente, inmóvil,
cercado por las salpicaduras corrosivas
vomitadas desde cientos de tubos de escape
y por miles de rostros fantasmagóricos,
enrojecido reflejo de infernales luces de freno,
yo también me siento un autonauta

solo.

Y una lágrima resbala hasta mis labios,
salada,
amarga,
ante la certidumbre de que el madrugar más
jamás me acercará un poco
a la ilusoria tranquilidad de una transitoria y cálida
muerte nocturna,
fugaz espejismo empeñado en vano
por huir de esperanzas una y mil veces frustradas,
y de que una vez más, mañana,
seré Lázaro
que destripa sueños nonatos
sin siquiera dar una oportunidad
–como mal menor-
al impersonal despertador,
ese arma de destrucción masiva,
baluarte esencial del capitalismo;
sólo un sobreviviente, a duras penas,
encadenado a la pesadilla
de no saber secar las lágrimas de las nubes,
de no poder ganar,
al menos,
una batalla a mi particular ejercito
de espantosas hormigas
que me asedia con el estruendo de su voraz cuchicheo,
de no tener valor para dar una oportunidad a Digna Mendiola,
de no lograr vencer mi miedo
ante el desamor que todo amor contiene,
de no ser capaz de volver a ser
como un niño,
para hablar de política y revolución,
del sufrimiento y sus (sin)razones…
sin trampas,
sin orgullo,
con ética,
con amor;
de saber que bien temprano
meteré,
pero casi rendido,
una piedra más en mis bolsillos.