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Puñales

Cacuito tuvo suerte. Un cani que esgrimía un puñal le guindó en el centro de Cacúa su carterita jugosa. Cacuito perdió algo de dinero y mucho tiempo en cancelar tarjetas y en renovar documentos oficiales. Pero no perdió la salud del todo. Un poco los nervios.

Cacuito tuvo suerte. En la puerta de su casa otro puñal de otro cani reventó una cubierta de su carro. Colocó la de repuesto. El puñal no besó las otras tres. Ese día llegó tarde al trabajo. Sólo perdió tres horas y catorce minutos de asuntos propios. Pero ganó trece engorrosas llamadas que devolver y una excusa a su jefe que nunca creyó.

Cacuito tuvo suerte. Una noche el puñal de un cani rajó una lata de gasolina que roció el carro fucsia del vecino, aparcado al lado del suyo, otra vez en la puerta de su casa. El del 13º C se desayunó con la visión del esqueleto de su auto, devastado como hectáreas de bosques en verano. Cacuito solamente tuvo que pintar entero su buga. Sin evacuar a su familia.

Cacuito tuvo suerte. A su hijo lo amenazaron con un puñal. Perdió el reloj de la primera comunión que su abuelita de su paga de divorciada le regaló. Uno de los canis apuñaló su balón picudo. No se atrevieron con su cabeza redonda. Nada más le empujaron a apoyarse en muletas durante veintiún borrascosos días de escayola. Cacuito no tuvo que soltar guita a un psicólogo.

Pero toda la suerte que tiene Cacuito no es preocupante para nadie mientras se consuele con los versos de Agustín Corrales:

“No pasa nada./Yo puedo caminar perfectamente/con un puñal clavado en una pierna./Puedo arrastrarme por las calles/paseando mi dolor como un juguete”.