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Million Dollar Baby

Reclinado en la butaca del cine, Cacuito encajó extasiado la felpa de golpes de una película de carne y hueso y ánimas, pletórica de sencilla complejidad, interpretada por tres púgiles dramáticos que lo destrozaron sin aspavientos ni contemplaciones, con la aparente levedad de gestos crudos, dirigida con una sobriedad significativa en la que no sintió que sobrara un plano, ninguna palabra. Ni un fotograma golpeó al vacío.

Los tres últimos cuartos de hora nuestro espectador los recibió como un percutivo uppercout en el mentón del alma, un alarido de dignidad y redención y (auto)compasión, una caída libre a un infierno del que quizás nunca se vuelva, que quizás sólo pueda abocarte a contar los días como un espectro, a morir en vida.

Cacuito, que no se refleja perdedor, tampoco asistió a una película, apología o exégesis sobre el mundo del boxeo. Sí a una ficción real en que todo gira alrededor de su microcosmos, del sudor de los malditos, de los que toda la vida se fajan sin éxito para conseguir sin hipotecas su metro cuadrado de felicidad en el cuadrilátero del mundo. Ése que usted busca todos los días.

Pensó Cacuito en las similitudes con algunas de sus películas favoritas y no en vano pugilísticas, historias de champán y sangre, de ascensión y majazo: Toro salvaje, Más dura será la caída, The Champ, Fat city, Gentleman Jim, El ídolo de barro, Cuerpo y alma. La última obra maestra de Clint Eastwood no ha provocado menos puntos de sutura que las anteriores. Ayer volvió a hundirse en su abismal celuloide. Ayer volvió a abrirse la herida en la ceja. Hoy ha dictado este artículo.