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Volver (A nohaypapelerasenlaluna, por "Aprenderé a despedirme")

Mi por siempre querido Daniel:

En respuesta a tu inesperada y sorprendente misiva, sorprendente por su contenido y sorprendente porque nunca imaginé que me pudieses de algún modo dedicar unos versos, en primer lugar he de decirte que pienso que ni tú ni nadie llegará nunca a aprender a despedirse. Porque, aunque a lo largo de nuestra vida nos viésemos obligados a despedirnos un millón de veces, en ningún caso podríamos evitar que al hacerlo una vez más se abriese un doloroso y profundo vacío en nuestro interior. Y, en tu caso, tampoco creo que puedas nunca aprender a perpetrar esa descomunal innobleza que es el olvido. Pero todo esto, en nuestro contexto particular, carece de importancia, pues desde un primer momento comenzaste a alejarte poco a poco de mi lado y, finalmente, hoy, para mi dolor y mi amargura, has decidido apartarte definitivamente. De cualquier modo, en el caso hipotético de que lograses tus deseos, y aprendieses a despedirte y a olvidar, esto sería igualmente irrelevante en cuanto a lo que tal cosa pudiera afectarnos. Lo importante, Daniel, no es aprender o no a despedirse, lo importante es aprender a volver, y, esto, sí que estoy plenamente convencida de que, probablemente para mi desgracia, no lo conseguirás nunca.

A pesar de todo, yo, no esta otra en la que me he terminado transformando, siempre continuaré esperando inútilmente a que vuelvas a llamar algún día a mi puerta por si aún pudiese despertar o resucitar; no se bien si sólo estoy dormida o si ya he muerto quizá para siempre. Pero si lo hicieres, que no lo harás, ambos lo sabemos bien, debes tener presente que yo, aquella que conociste, ya no estaré; encontrarás a esta otra tan diferente, porque al fin, y al contrario que tú, ésta sí ha aprendido a ejercitar aptitudes innobles, a hacer daño conscientemente para protegerse de los demás sin sentir por ello ningún tipo de remordimientos. Es una nueva destreza, recientemente adquirida, que en algunas ocasiones, muy pocas, le produce cierto desasosiego y miedo, pero que la hace sentirse mucho más feliz, si es que a esto que ahora siente se le puede llamar felicidad, más segura de sí misma y con un grado de autoestima como yo no jamás hube tenido en mi vida. Puede que te parezca aterrador, pero no lo es tanto como lo fue siempre mi cobardía. De todos modos, por si te sirve de algo, también te diré que tú, como en el pasado, continuarás siendo siempre mi excepción, tanto en este asunto como en todo, y que por nada del mundo, ni aun en esta nueva personalidad que me ha invadido, me permitiría cometer la ignominia de herirte de manera consciente, ni aun para salvarme de mi propio naufragio. Porque, aunque te resulte difícil creerlo, te sigo queriendo con toda mi alma, y porque tú no te merecerías tal cosa. Tú siempre has sido y siempre serás, aunque nunca hayas querido reconocerlo, un ángel. Esa era siempre tu tarjeta de presentación en cada sitio al que llegabas: yo no soy ningún ángel. Lo único que sucede es que, aunque tú no lo sepas o te niegues a saberlo, los ángeles, como Ícaro, siempre han tenido sus alas entretejidas de plumas y de cera, y, por este motivo, nunca deberían dejar de tener sus pies bien asentados en la tierra. Y tú, siempre tan apegado a tu realidad, a lo terreno, a lo práctico, nunca dejaste de empeñarte en alzar el vuelo para evitar que tu radiante pureza y tu espíritu bondadoso pudiesen verse contaminados con las carencias que apesadumbraban a una triste mortal como yo.

Querido Daniel, me ha causado también cierta sorpresa el que comentes que siempre me estuviste esperando por si llegaba un momento propicio. Yo jamás lo entendí así, tú siempre insinuabas, cuando no lo expresabas con una claridad abrumadora, que nunca hubo ni nunca habría un tiempo o un territorio en el que pudiésemos encontrarnos. Pero, a pesar de tu firmeza, yo sí confié durante mucho tiempo en la posibilidad de encontrar un lugar y un instante, ajenos a cualquier territorio y a los relojes, en los que poder hacernos uno, si no en cuerpo, al menos en alma. Ya sabes que lo que más aprecié siempre de ti fue tu grandeza interior, esa que tratabas de ocultar tras las contraventanas de tu bien disimulada timidez y de tu rígida sobriedad en la expresión de tus afectos, a pesar de lo cual no siempre podías evitar que te brotase a borbotones a través de los ojos y en la sonrisa. Y no dejaba de albergar cierta esperanza en la posibilidad incierta de ese encuentro. Como en aquel breve relato de Benedetti que, he de reconocer que intencionadamente, te envié en una ocasión, en el que sus dos personajes, a pesar de padecer respectivamente de agorafobia y claustrofobia, lograron encontrar en los umbrales un lugar para dar rienda suelta a sus deseos, siendo, por tan feliz transgresión, injustamente condenados. Nosotros, en cambio, fuimos condenados por los demás y nos condenamos mutuamente sin dar rienda suelta a nada y sin tan siquiera darnos la oportunidad de llegar realmente a conocernos y a querernos sin precauciones, que, dado el mutuo respeto que siempre nos tuvimos, nunca fueron necesarias.

Por otra parte, he de decirte que me preocupa sobremanera que sigas aferrado a toda esa bazofia de los libros de autoayuda. ¿Crees realmente que toda esa porquería de falsos sicólogos o de burdos e interesados aficionados a la socio-psicología, como Bucay o Coelho, puede ayudarte de algún modo a aprender a despedirte, o a olvidar todo aquello que viviste o lo que nunca llegaste a vivir? ¿O que, en el caso de conseguirlo, esto sería positivo? Sé, aunque nunca lo dijeses, que siempre te molestó lo que tú considerabas mi adicción malsana a la marihuana, pero, sin duda, esos libros oscuros y sin rigor que no paras de leer incansablemente nos han hecho mucho más daño que el que pudiera ocasionar toda una cosecha de apetitosa maría en mis bolsillos. Al igual que pienso que, en este caso quizá solo para mí, no han dejado de tener consecuencias perversas esos buenos consejos que me decías que te daban esos que tú siempre has llamado tus amigos, y no pongo en duda que lo sean y que sus intenciones para contigo fuesen buenas y honestas. Pero no puedo dejar de pensar que, en algunos casos concretos, pudieron llegar a cometer la injusticia de sicoanalizarme, juzgarme y condenarme sin que yo estuviese tumbada en el diván o sentada en el banquillo de los acusados para exponer mis razones y tener la posibilidad de defenderme. Una injusta sentencia que creo que tú terminaste por asumir, que ya nunca dejará de suponerme una pesada carga, y para la que jamás en la vida podrá haber redención. Ni ante ti ni ante los demás. Pero bueno, también es posible que, como en otras muchas ocasiones, esto no sean más que imaginaciones mías.

En cualquier caso, creo que, por tu bien, deberías abandonar de una vez para siempre toda esa basura de la autoayuda y dedicar ese tiempo a leer más poesía; a Valente, Vilariño, Gioconda Belli, Girondo, Juarroz, Aleixandre, Loynaz, Salinas, Pizarnik, Cernuda, Federico… Sabes que siempre me he complacido en la lectura de cualquier composición lírica, pero no por un simple afán estético, sino porque nunca he dejado de pensar que un solo verso en el momento justo puede enseñarnos y ayudarnos más que todos los libros de psicología o de autoayuda del mundo. Es por eso que, en tantas ocasiones, te enviaba alguno de los poemas de mis autores favoritos o que incluso llegara a escribirlos para ti, aunque fueran muy pocos de éstos últimos los que terminara por hacerte llegar. Porque tú nunca los entendiste así, hoy lo sé y entonces me invadía una difusa sospecha al respecto, sino más bien como una provocación de mi parte destinada a lograr alcanzar la satisfacción de esos deseos sexuales que, para que negar la evidencia, es cierto que siempre sentí por ti. Pero a pesar de esto, Daniel, yo siempre te respeté y nunca llegué a urdir estrategia alguna destinada a convertirte en un oscuro objeto de deseo dirigido a suplir mis carencias físicas o afectivas. Lo único que he deseado con todas mis fuerzas ha sido poder compartir contigo todo lo que nos fuera posible, sin obligaciones ni compromisos, aunque, a veces, tu distanciamiento consciente y el desasosiego que éste me producía me empujasen a pedirte ciertas cosas de modo que tal vez pudieran haberte parecido exigencias por mi parte.

Querido Daniel, no me quiero despedir, algo que yo tampoco sabré hacer nunca, sin decirte que deseo que no una, sino muchas personas se acerquen a ti atraídas por la bondad y la inabarcable riqueza que atesoras, y que, finalmente, encuentres y te encuentre alguien que pueda ofrecerte, además de todo aquello que yo no supe darte, todo aquello que yo nunca podría haberte ofrecido. Pero no olvides nunca que los ángeles, incluso los ángeles como tú, hace ya toda una eternidad que fueron despojados de sus verdaderas alas y que las que recibieron a cambio no les permiten volar durante demasiado tiempo sin que acaben ardiendo al sol.

Yo, no ésta que ahora soy, porque, aunque tú no lo desees, tanto dolor ha terminado por hacerme cambiar, sino aquella que conociste, sí que estaré siempre, aun sabiendo que es en vano, esperándote. En los mismos lugares de siempre, en la misma playa que nunca visitamos, bajo el mismo cielo y contemplando el mismo horizonte que tú siempre mirabas desde otro lugar y a otra hora. Para poder conocernos, para poder cometer, si fuese preciso, los mismos errores, esos errores que hubiésemos valorado de forma bien diferente de habernos llegado a conocer realmente. Porque ya siempre llevaré conmigo el inmenso dolor de no poder, al menos, cultivar una profunda amistad con unas de las personas, como tú lo eres, que más quiero y más querré por siempre en esta vida, en la única vida de la que disponemos, una vida sin posibilidad de ensayos, sin posibilidad de retroceso, de volver a empezar, sin segundas oportunidades, sin repeticiones ni segundas partes.

Hasta nunca, Daniel, hasta nunca, mi ángel.

Tuya siempre

Beatriz.