Un modo más de entender el desarrollo sostenible
Si algo queda más o menos claro en el contexto de las teorías acerca de la evolución de las especies florísticas y faunísticas sobre La Tierra, es que todas ellas se rigen por, entre otros, un mecanismo que hace que siempre predomine el “interés” por la conservación de cada una de estas especies sobre los logros particulares que puedan obtener cada uno de los individuos que las conforman. Después ha habido especies que, por la competencia que se establece entre ellas, o en función de la mala fortuna –que podríamos identificar con agentes externos si tomamos como ejemplo la gran extinción, me refiero a la de la época de los dinosaurios, donde la extinción fue de una magnitud muy inferior a la que se está produciendo en la actualidad de la mano del hombre- no han podido permanecer en el ciclo evolutivo, desapareciendo.
Pero el ser humano, por llamarlo de algún modo, rompe, sobre la base de su capacidad de raciocinio, a la que por cierto da un uso más bien cateto e inadecuado, con la teoría evolutiva en este sentido, de modo que, en nosotros, predomina la importancia que se le da a los logros individuales sobre el interés general de la especie que, en primer término, no es otro que la propia conservación. Y esto constituye uno de los cimientos de barro, pero con más peso, sobre los que se asientan el crecimiento insostenible y el empobrecimiento progresivo del planeta. No se trata de instaurar como dogma de fe el darwinismo social, con el que siempre se corre el peligro de desparramar simientes de racismo y genocidio, pero sí de cambiar esa correlación de fuerzas, para que sea nuestra especie lo esencial a conservar, y no los privilegios de cada cual. Porque si no establecemos los criterios necesarios para garantizar la pervivencia de las generaciones futuras, con las condiciones suficientes que les permitan a su vez garantizar esa pervivencia para las que podrían seguir viniendo después, está claro que el interés que demostramos por la conservación de nuestra especie es nulo. Y cuando ese interés es nulo por parte de una especie, ésta, está condenada a la extinción menos tarde que temprano.
Y parece más que evidente que, tal y como está el cotarro, esa definición del desarrollo sostenible que habla de que éste consiste en cubrir las necesidades actuales sin hipotecar las posibilidades de los que nos sucedan es sólo eso, una definición mas o menos agraciada. Sobre todo si tenemos en cuenta que, para el derroche de una minoría, ya hipotecamos, y mucho, las posibilidades de la mayoría de nuestros coetáneos.
Calentamiento global, capa de ozono, contaminación de las aguas, deforestación, extinción masiva de especies…, para qué seguir, todo ello, es prueba de cómo nuestros afanes individuales desprecian el interés colectivo que, repito a riesgo de ser pesado, no debría ser otro que la conservación del ser humano como especie.
La especie humana es una tremenda plaga que parasita al resto de las especies y a si misma. Y cuando una especie declara la guerra a todas las demás sólo tiene una posibilidad: la derrota y el aniquilamiento.
Así que, continuemos, sigamos devastando para dar “crédito” al "placer" que nos producen el acaparamiento, la destrucción y el despilfarro. Pero seamos conscientes de que bien pronto no quedará nada nuestro para saberlo o para contarlo.
Pero el ser humano, por llamarlo de algún modo, rompe, sobre la base de su capacidad de raciocinio, a la que por cierto da un uso más bien cateto e inadecuado, con la teoría evolutiva en este sentido, de modo que, en nosotros, predomina la importancia que se le da a los logros individuales sobre el interés general de la especie que, en primer término, no es otro que la propia conservación. Y esto constituye uno de los cimientos de barro, pero con más peso, sobre los que se asientan el crecimiento insostenible y el empobrecimiento progresivo del planeta. No se trata de instaurar como dogma de fe el darwinismo social, con el que siempre se corre el peligro de desparramar simientes de racismo y genocidio, pero sí de cambiar esa correlación de fuerzas, para que sea nuestra especie lo esencial a conservar, y no los privilegios de cada cual. Porque si no establecemos los criterios necesarios para garantizar la pervivencia de las generaciones futuras, con las condiciones suficientes que les permitan a su vez garantizar esa pervivencia para las que podrían seguir viniendo después, está claro que el interés que demostramos por la conservación de nuestra especie es nulo. Y cuando ese interés es nulo por parte de una especie, ésta, está condenada a la extinción menos tarde que temprano.
Y parece más que evidente que, tal y como está el cotarro, esa definición del desarrollo sostenible que habla de que éste consiste en cubrir las necesidades actuales sin hipotecar las posibilidades de los que nos sucedan es sólo eso, una definición mas o menos agraciada. Sobre todo si tenemos en cuenta que, para el derroche de una minoría, ya hipotecamos, y mucho, las posibilidades de la mayoría de nuestros coetáneos.
Calentamiento global, capa de ozono, contaminación de las aguas, deforestación, extinción masiva de especies…, para qué seguir, todo ello, es prueba de cómo nuestros afanes individuales desprecian el interés colectivo que, repito a riesgo de ser pesado, no debría ser otro que la conservación del ser humano como especie.
La especie humana es una tremenda plaga que parasita al resto de las especies y a si misma. Y cuando una especie declara la guerra a todas las demás sólo tiene una posibilidad: la derrota y el aniquilamiento.
Así que, continuemos, sigamos devastando para dar “crédito” al "placer" que nos producen el acaparamiento, la destrucción y el despilfarro. Pero seamos conscientes de que bien pronto no quedará nada nuestro para saberlo o para contarlo.