Siempre te regalaba un libro
Creo que uno de los presentes con mayor valor que se puede ofrecer a alguien a quién se quiere es un libro. Aunque sólo sea de bolsillo y su precio insignificante. Por eso, cuando llegaba tu cumpleaños, siempre te regalaba uno. Me tomaba bastante tiempo para su elección y lo hacía con mucha anticipación, pues trataba de tener la calma suficiente para buscar alguno que fuese idóneo para sorprenderte y hacerte sentir feliz a un tiempo. Nunca supe bien si llegué a conseguirlo. Recuerdo que en una ocasión, a última hora y de forma apresurada, tuve que recorrer unas cuantas librerías porque la antología poética de Idea Vilariño que te había elegido hacía ya varías semanas, terminó pareciéndome, a pesar de su gran lirismo y su exquisita belleza, muy triste. Y cada año tiraba a la papelera doce folios, manuscritos con trazos nerviosos y desiguales, hasta dar con la dedicatoria que pensaba te podría resultar más agradable y emocionante a la vez. Una combinación difícil y explosiva.
Por tu santo te enviaba por correo electrónico mariposas en movimiento o ramos de flores multicolores, y casi siempre algún poema que escribía para ti tratando de hacerte llegar todo mi afecto. De alma a alma. De pensamiento a pensamiento. Y también te enviaba cosas parecidas cuando te ibas de vacaciones, como queriendo hacerme creer que te llevabas algo mío contigo, para así no sentirme tan solo. Pero te echaba mucho de menos. Como ahora. Pero con esperanza, sabiendo que volverías. Hasta no hace mucho pensaba que, en ocasiones, tú también llegaste a echarme un poco en falta.
Si bien no tuve muchas oportunidades, o no supe encontrar el camino o puede ser que desde bien pronto tú me estuvieses cerrando las puertas, también me complacía acudir para arreglar los desperfectos de tu casa. Aunque a veces no hiciese más que empeorar las cosas; salvo para cambiar bombillas siempre fui muy chapucero. Todavía conservo aquella cámara fotográfica que me trajiste un día, por si era capaz de recomponer sus mecanismos cansados. Aunque creo que ambos estábamos seguros de que me sería imposible. La tendré que tirar una noche de éstas, como todo, a la basura, aunque no creo que pueda desembarazarme nunca de su recuerdo.
Y me resultaba muy gratificante ver la sonrisa en tus ojos cada vez que te llevaba un disco compacto con la música que pensaba que podría gustarte, o con aquella que tú, a veces también, me pedías. O las películas de dibujos animados para tu pequeño Alejandro, al que, aunque sólo lo vi en muy contadas ocasiones, llegué a querer con toda mi alma. Porque era algo tuyo. Todo era pirata; menos yo que sólo era un náufrago a merced del temporal que me salía desde adentro. Pero eso era lo de menos, pues yo quería pensar que la emoción, sin llegar a constituirse en abordaje, seguiría siempre siendo la misma. Lo importante era lo inmaterial, la esencia, el sentimiento, el cariño, el espejismo casi palpable de una isla difusa en el horizonte. Después, cuando sentí que te perdía, continué haciéndolo. O no pude dejar de hacerlo. Pero ya no me gustaba. Ni a ti tampoco. Ya no se trataba de entregar afecto; todo se había convertido en una burda y angustiosa coartada para poder ir a verte, para volver a mirarme en tus ojos. Aunque también lo era para tratar de encontrar una oportunidad en la que poder preguntar, responder, aclarar las cosas, e intentar recomenzar de nuevo sin aquel lastre que, a poco de germinar como cizaña, se había trasformado en una inmensa y densa maraña que crecía y crecía sin cesar, ahogando todas las salidas. Pero en el momento preciso, nunca conseguía sacarme afuera las palabras. Y tú, resignada, lo aceptabas todo con una sonrisa bien fingida, en tanto que a mí me anegaba un sentimiento de amargura culpable que me partía el corazón, el alma, y todos y cada uno de mis esquemas, desdibujándome.
Fue como una especie de ritual de magia negra plagado de tortura y sacrificio. Y de una lenta y mutua agonía. Hasta que dejamos de creer en espíritus paganos. O, tal vez, tú no llegaras a creer nunca. Ni antes de aquel aquelarre monstruoso del que me erigí en macabro oficiante. Quizá debiera haber preguntado, no sé, nunca me atreví a hacerlo. Había ciertas cosas sabidas por ambos que me daba miedo escuchar de tus labios. Como aquella vez. Ahora pienso que debería haberlo hecho, que debería haberte preguntado sin cesar por las respuestas que ya conocía. He acabado sabiendo tan poco de ti, tan desconocido. Pero ya es igual. Aunque ahora sé que desde siempre se nos hizo tarde, ya nunca habrá tiempo ni lugar para nosotros, y puede que tampoco para mí, bajo ninguna circunstancia o demora. Por mucho que pudiésemos llegar a asumir la fatalidad de ciertas cosas.
Ahora tengo en casa un pequeño montón de copias de discos compactos que seguirá creciendo más y más, a medida que pase el tiempo, sólo para terminar viéndose sepultado bajo una gruesa capa de polvo macilento y el frío tictac de un reloj sin latidos. Como yo mismo. Y, aunque aún falten varios meses, toda una eternidad en el silencio, ya elegí el libro que pensaba regalarte en tu próximo cumpleaños. Esta vez, sin dedicatoria, sin sorpresas, sin la ya imposible alegría. No he llegado a hojearlo, no sea que otra vez me dé por cambiarlo. Sería sumar lo inútil a lo inútil, y ya casi prefiero la ignorancia a la duda. Porque he acabado por perder todas las certezas. Pienso en lo ingrato que debe ser para un libro saber que nunca recorrerán su piel, la mirada y el pensamiento del lector que en su imaginación debiera haber estado destinado a tratar de comprender su historia. Como estas letras escritas para nadie. Sólo para mí que, no siendo nada, formo parte de ellas. O puede que, en un ejercicio doloroso y sin sentido, sólo para ellas mismas, dada mi evidente inexistencia.
Por tu santo te enviaba por correo electrónico mariposas en movimiento o ramos de flores multicolores, y casi siempre algún poema que escribía para ti tratando de hacerte llegar todo mi afecto. De alma a alma. De pensamiento a pensamiento. Y también te enviaba cosas parecidas cuando te ibas de vacaciones, como queriendo hacerme creer que te llevabas algo mío contigo, para así no sentirme tan solo. Pero te echaba mucho de menos. Como ahora. Pero con esperanza, sabiendo que volverías. Hasta no hace mucho pensaba que, en ocasiones, tú también llegaste a echarme un poco en falta.
Si bien no tuve muchas oportunidades, o no supe encontrar el camino o puede ser que desde bien pronto tú me estuvieses cerrando las puertas, también me complacía acudir para arreglar los desperfectos de tu casa. Aunque a veces no hiciese más que empeorar las cosas; salvo para cambiar bombillas siempre fui muy chapucero. Todavía conservo aquella cámara fotográfica que me trajiste un día, por si era capaz de recomponer sus mecanismos cansados. Aunque creo que ambos estábamos seguros de que me sería imposible. La tendré que tirar una noche de éstas, como todo, a la basura, aunque no creo que pueda desembarazarme nunca de su recuerdo.
Y me resultaba muy gratificante ver la sonrisa en tus ojos cada vez que te llevaba un disco compacto con la música que pensaba que podría gustarte, o con aquella que tú, a veces también, me pedías. O las películas de dibujos animados para tu pequeño Alejandro, al que, aunque sólo lo vi en muy contadas ocasiones, llegué a querer con toda mi alma. Porque era algo tuyo. Todo era pirata; menos yo que sólo era un náufrago a merced del temporal que me salía desde adentro. Pero eso era lo de menos, pues yo quería pensar que la emoción, sin llegar a constituirse en abordaje, seguiría siempre siendo la misma. Lo importante era lo inmaterial, la esencia, el sentimiento, el cariño, el espejismo casi palpable de una isla difusa en el horizonte. Después, cuando sentí que te perdía, continué haciéndolo. O no pude dejar de hacerlo. Pero ya no me gustaba. Ni a ti tampoco. Ya no se trataba de entregar afecto; todo se había convertido en una burda y angustiosa coartada para poder ir a verte, para volver a mirarme en tus ojos. Aunque también lo era para tratar de encontrar una oportunidad en la que poder preguntar, responder, aclarar las cosas, e intentar recomenzar de nuevo sin aquel lastre que, a poco de germinar como cizaña, se había trasformado en una inmensa y densa maraña que crecía y crecía sin cesar, ahogando todas las salidas. Pero en el momento preciso, nunca conseguía sacarme afuera las palabras. Y tú, resignada, lo aceptabas todo con una sonrisa bien fingida, en tanto que a mí me anegaba un sentimiento de amargura culpable que me partía el corazón, el alma, y todos y cada uno de mis esquemas, desdibujándome.
Fue como una especie de ritual de magia negra plagado de tortura y sacrificio. Y de una lenta y mutua agonía. Hasta que dejamos de creer en espíritus paganos. O, tal vez, tú no llegaras a creer nunca. Ni antes de aquel aquelarre monstruoso del que me erigí en macabro oficiante. Quizá debiera haber preguntado, no sé, nunca me atreví a hacerlo. Había ciertas cosas sabidas por ambos que me daba miedo escuchar de tus labios. Como aquella vez. Ahora pienso que debería haberlo hecho, que debería haberte preguntado sin cesar por las respuestas que ya conocía. He acabado sabiendo tan poco de ti, tan desconocido. Pero ya es igual. Aunque ahora sé que desde siempre se nos hizo tarde, ya nunca habrá tiempo ni lugar para nosotros, y puede que tampoco para mí, bajo ninguna circunstancia o demora. Por mucho que pudiésemos llegar a asumir la fatalidad de ciertas cosas.
Ahora tengo en casa un pequeño montón de copias de discos compactos que seguirá creciendo más y más, a medida que pase el tiempo, sólo para terminar viéndose sepultado bajo una gruesa capa de polvo macilento y el frío tictac de un reloj sin latidos. Como yo mismo. Y, aunque aún falten varios meses, toda una eternidad en el silencio, ya elegí el libro que pensaba regalarte en tu próximo cumpleaños. Esta vez, sin dedicatoria, sin sorpresas, sin la ya imposible alegría. No he llegado a hojearlo, no sea que otra vez me dé por cambiarlo. Sería sumar lo inútil a lo inútil, y ya casi prefiero la ignorancia a la duda. Porque he acabado por perder todas las certezas. Pienso en lo ingrato que debe ser para un libro saber que nunca recorrerán su piel, la mirada y el pensamiento del lector que en su imaginación debiera haber estado destinado a tratar de comprender su historia. Como estas letras escritas para nadie. Sólo para mí que, no siendo nada, formo parte de ellas. O puede que, en un ejercicio doloroso y sin sentido, sólo para ellas mismas, dada mi evidente inexistencia.
Muy bueno, Rafa.
SALUDOS
PACO HUELVA