Reliquias
Tras tanto aventar la simiente
-muñones de sembrador ciego-
hoy, yerta sin germinar sobre el surco de la roca,
agostado el arbolillo y los arroyos,
y enmarañado de cieno y espinos
el angosto sendero que me llevaba a la humedad del huerto,
ya
tan sólo me restan
un par de fotografías digitales
-prueba amarga de aquel diciembre
de oscuros presagios insabidos-
sin la suficiente resolución
para apreciar tus ojos
con la intensidad que yo quisiera
y la dulzura que tú, inmaculada te mereces;
una vetusta impresora descompuesta
que conservo, por si un día
lograse por magia o por encanto,
reparar sus rudimentarios mecanismos
aunque ya nunca pueda sorprenderte
con mi habilidad de arrojado chapucero;
una película infantil de esas piratas
-valoración: pobre; audio: 3, vídeo: 5-
que no tuve ocasión de entregarte
y se marchita en un cajón abandonada
ávida de alegres risas infantiles
que yo siempre imaginé,
sonriente en la distancia;
un gnomo pequeñito, que vino de oriente,
con la carita feliz -a pesar de su tristeza-
que pongo por la mañana en mi escritorio
y guardo en un armario cada tarde
no sea que al limpiar lo lleguen a romper por accidente
o pudiera sentirse sin amparo
al cercarlo con su soledad brumosa
el desangelado manto de la noche;
una acuarela menuda y luminosa
-que aún está sin el marco dorado de espigas
que quise ponerle siempre-:
con la Torre del Oro, destacando en primer plano,
y Triana, como tú, contigo,
lejana al fondo;
un sin fin de correos electrónicos
-más de ida que de vuelta-
en los que melancólico acumulo
la nostalgia, el dolor y la tristeza
-le he puesto una banderita roja
a aquél en el que tú afirmabas
que, como yo, también me echabas de menos-;
un libro de poemas que compré,
como regalo de cumpleaños,
y cambié por otro, apresurado,
pues pensé que era un vuelo ciego de tristezas
que podría anidar en tu pecho.
Y varias cartas de esas mías
que nunca llegué a enviarte.
Y una dedicatoria aberrante.
Y unos códigos indescifrables.
Y tus paseos por el patio y el magnolio
que espero anhelante cada día
oculto detrás de las cortinas.
Y unos versos
que crecen y crecen sin sentido,
y brotan podridos de silencio
y de lluvia salobre y dolorida.
Y el ansia,
esta gran ansia reprimida
reventando el territorio carmesí
que se me yace sin descanso en tus reliquias.
-muñones de sembrador ciego-
hoy, yerta sin germinar sobre el surco de la roca,
agostado el arbolillo y los arroyos,
y enmarañado de cieno y espinos
el angosto sendero que me llevaba a la humedad del huerto,
ya
tan sólo me restan
un par de fotografías digitales
-prueba amarga de aquel diciembre
de oscuros presagios insabidos-
sin la suficiente resolución
para apreciar tus ojos
con la intensidad que yo quisiera
y la dulzura que tú, inmaculada te mereces;
una vetusta impresora descompuesta
que conservo, por si un día
lograse por magia o por encanto,
reparar sus rudimentarios mecanismos
aunque ya nunca pueda sorprenderte
con mi habilidad de arrojado chapucero;
una película infantil de esas piratas
-valoración: pobre; audio: 3, vídeo: 5-
que no tuve ocasión de entregarte
y se marchita en un cajón abandonada
ávida de alegres risas infantiles
que yo siempre imaginé,
sonriente en la distancia;
un gnomo pequeñito, que vino de oriente,
con la carita feliz -a pesar de su tristeza-
que pongo por la mañana en mi escritorio
y guardo en un armario cada tarde
no sea que al limpiar lo lleguen a romper por accidente
o pudiera sentirse sin amparo
al cercarlo con su soledad brumosa
el desangelado manto de la noche;
una acuarela menuda y luminosa
-que aún está sin el marco dorado de espigas
que quise ponerle siempre-:
con la Torre del Oro, destacando en primer plano,
y Triana, como tú, contigo,
lejana al fondo;
un sin fin de correos electrónicos
-más de ida que de vuelta-
en los que melancólico acumulo
la nostalgia, el dolor y la tristeza
-le he puesto una banderita roja
a aquél en el que tú afirmabas
que, como yo, también me echabas de menos-;
un libro de poemas que compré,
como regalo de cumpleaños,
y cambié por otro, apresurado,
pues pensé que era un vuelo ciego de tristezas
que podría anidar en tu pecho.
Y varias cartas de esas mías
que nunca llegué a enviarte.
Y una dedicatoria aberrante.
Y unos códigos indescifrables.
Y tus paseos por el patio y el magnolio
que espero anhelante cada día
oculto detrás de las cortinas.
Y unos versos
que crecen y crecen sin sentido,
y brotan podridos de silencio
y de lluvia salobre y dolorida.
Y el ansia,
esta gran ansia reprimida
reventando el territorio carmesí
que se me yace sin descanso en tus reliquias.
Amigo Rafa, ultimamente estás que te sales, estás dando unas lecciones de poética que más que una terapia son una guía espiritual para no dejarnos vencer por la mediocridad que nos amenaza con sus ballonetas de hielo. Mis sinceras reverencias al juglar.