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Monstruos

Hay quienes dominan una especie de combinación de magia negra e innoble alquimia, mediante la cual son capaces de deformar la vida, secándola hasta su extenuación, para obtener como producto moneda de cambio de la que se apropian sin medida ni decoro.

Tal vez uno de los más famosos de estos personajes indeseables, aunque perteneciese a la leyenda, fuese el rey Midas, que como se sabe era capaz de transformar todo lo que tocaba en oro. Hoy, los Midas modernos, han perfeccionado esa capacidad mortífera, y diversificado el mórbido producto de la aberrante transmutación que operan. Ya, preferentemente, no usan sus sucias manos sino que se valen de sus insaciables y afilados comillos en forma de normas hechas a medida, connivencia y vista gorda. Y base de desecar la vida obtienen cadáveres henchidos de sida, heroína, desnutrición o metralla. Y asfalto. Y cemento. Y desierto que alcanza hasta los cielos y los mares más remotos. E infierno.

El rito usado en esa transformación no es difícil de aprender y ejecutar. Sólo hay que meter en un caldero, hecho de una aleación de muerte, ambición desmedida y falta de escrúpulos, alguno de, entre otros, estos ingredientes a placer: un niño hambriento y con un fusil en las manos, una mujer empujada a venderse a los miserables a cambio de una frágil esperanza, la sombra y aroma de una arboleda, o las olas del mar besando con amor las arenas de la playa.

Los grandes Midas modernos son innombrables. No por una especie de superstición atávica sobre las calamidades que podrían sobrevenir de hacerlo, sino porque pertenecen al lado oscuro que oculta con sus sombras sus nombres y sus rostros. Hemos terminado por llamarlos multinacionales o mafias o dictaduras o tratado de tal y cual, u organización o fondo internacional de la cosa, o de otras muchas formas diversas, de modo que las denominaciones posibles de este lado oscuro tienden al infinito. Pero estas denominaciones abstractas no nos permiten señalar el camino de su escondrijo.

Estos grandes Midas modernos tienen un ejército de lacayos que ya no se venden a cambio de la inmortalidad de unos cuerpos sin alma, sino por la promesa de entrar algún día a formar parte del reino de las sombras, aunque sea en el extrarradio pendiendo de un hilo. No hay pueblo o ciudad que se deprecie que no cuente con uno o varios de estos lacayos miserables. Suelen ocupar despachos públicos o privados y, aunque, cobardes, también se protegen tras una máscara, para conocerlos sólo hay que hacerse y responderse una sencilla pregunta: ¿Quiénes son los que colocan sobre la mesa del lado oscuro un festín de vida y color para que sea devorado-transformado en tinieblas y muerte? Seguro que, sin lugar a dudas, ya se te ha ocurrido el nombre de alguno en tu ciudad. Igual hasta te caía simpático. Muchos de ellos pueden parecernos hasta simpáticos. Fingen fácilmente. O, igual, tú mismo, te has dicho: yo soy uno de esos lacayos. Si ha sido así, aún estás a tiempo de dejar de serlo. Está en tu mano.

Hay quienes dominan esa aberrante magia negra que deforma lo vivo secándolo. Son los ladrones de vida que habitan el lado oscuro. Y no podemos permitirnos seguir manteniéndonos inermes e inactivos frente a ellos.

No es fácil, pero es posible terminar descubriendo la guarida de esos monstruos a través de sus lacayos de cuello blanco. Pero para ello no vale que otros nos los señalen; debemos preguntarnos quiénes son esos aspirantes a vampiros, cuáles son los verdaderos rostros que se ocultan tras sus débiles máscaras, para descubrirlos por nosotros mismos y, después, poder formar un frente común para hacerles frente con la palabra y el verso, con la música y nuevas flores, con niños y manos limpias, con la vida. Y a veces, también, con barricadas. Sin ellos, sin los lacayos, los monstruos no son nada, pues necesitan de quién les haga el trabajo sucio fuera de los límites del lado oscuro, pues, de exponerse a la luz, se desintegrarían en un instante.