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La muerte

Dicen que dios hizo la luz. Y que al séptimo día, que dura desde entonces, descansó. No sé si será cierto. En cualquier caso, yo, no lo creo. Pero, si hubiera sido así, por su pereza estaríamos condenados a la quietud, la oscuridad, el silencio y el frío eternos. A ser una minúscula gota de rocío, la más minúscula gota de rocío, que se evapora sin haber llegado a cuajar, sin haber llegado a tomar sustancia.

Iba por la autopista -como si el vehículo estuviese conducido por un predecible y hastiado cerebro cibernético- a una velocidad constante, un poco superior a los límites establecidos legalmente, pero muy por debajo de la media que aberrantemente era considerada como idónea en aquella sociedad descohesionada y afectada agudamente por el síndrome de la ansiedad, la prisa compulsiva y el afán de llegar siempre en primer lugar como síntoma de poder, elevada posición y éxito. Pero en realidad no estaba allí. Quizá, durante todo el largo trayecto que llevaba recorrido, no había estado en ninguna parte.

Conducía hacía el Este, con el sol de mayo de frente apareciendo y desapareciendo entre las nubes de un cielo aborregado, abstraída en sus pensamientos. Pensaba en él. En tantas preguntas, tal vez sin respuesta, que le hubiera gustado, pero no supo como hacerle; en tantos buenos momentos arrojados en un instante a las cloacas para siempre, sin poder nunca alcanzar a desentrañar los motivos que habían desembocado en aquella situación; en el dolor que sin querer se habían arremetido mutuamente; en el peso insoportable de la incertidumbre; en los sueños imposibles perdidos; en su anhelo cansado por recuperarlos y en cuáles habrían sido los desconocidos errores que había cometido cada vez que lo había intentado, haciéndolos ya imposibles.

Súbitamente, un fuerte impacto en el parabrisas la devolvió por un breve instante a la realidad. Pero, inmediatamente, comenzó de nuevo a hacerse preguntas y a proporcionarse algunas respuestas sin apenas sentido, volviendo a perpetrarse el dislocado monólogo que casi continuamente surgía a borbotones ácidos desde la patológica personalidad disociativa que, con el tiempo, la incomprensión y la carencia, se había ido agudizando en ella.

“¿Habrá sido un pájaro? Sí, creo que sí ¿Qué otra cosa podría ser? Pero, ¿qué pájaro sería? No era muy grande. Y era oscuro. Tal vez una golondrina ¡Qué tristeza habría sentido Bécquer! Y a mí, en cambio, me es indiferente, hay muchas golondrinas, en muchas ciudades las consideran una plaga, por una menos no pasa nada ¿En qué punto kilométrico estaré? Deben ser ya cerca de las nueve. Pero, ¿que haría una golondrina en mitad de este páramo? ¿Cuál será el pueblo más próximo? ¡Bah!, es lo mismo, estas autopistas están siempre en mitad de la nada y no nos conducen a ningún sitio. Las autopistas son de las mayores estupideces que ha podido idear el hombre ¿Cuántos pájaros morirán de este modo en esta autopista en un día de primavera como hoy? ¿Y conejos? Bueno, esto es casi un desierto, igual por aquí no hay conejos. Mejor. Una vez vi a mi abuelo matar a un conejo y fue horrible tener que contemplar como pataleaba angustiada la extinta vida tras haber sido invadida con saña por la muerte. Pero no fui capaz de apartar la mirada ¿Por qué? No sé, me lo he preguntado muchas veces ¿Y el pájaro? ¡Pobre pájaro! Acabo de destruir un Universo, único, irrepetible, tal vez el único, el verdadero Universo. Igual después del impacto han dejado para siempre de existir los planetas y las estrellas y lo que creo sentir no son más que los estertores de un último y fugaz sueño en tanto termino de desvanecerme en el interior del Universo del pájaro. No estoy segura, pero creo que era una golondrina ¡Pobre golondrina! ¡Pobre Universo! ¿Dónde demonios habré puesto las gafas de sol? ¡Maldita sea! ¡Qué sol tan molesto! El parabrisas se ha manchado de sangre, sí, seguro que está muerto, tengo que parar en alguna gasolinera, no me gusta ver la sangre en el parabrisas. No, no me da igual haber matado al pájaro; sí, tengo que parar a limpiar esa sangre, necesito olvidar que he destruido el Universo, necesito olvidar al conejo que mató mi abuelo, necesito olvidar la muerte, el pataleo, también he matado muchos insectos, tal vez incluso alguna libélula, y puede que mariposas, ¿tendrán alma las mariposas?; deberían ¿Morirá también el Universo con cada mariposa? Sí, creo que sí, es horrible ¿Faltará mucho para la próxima gasolinera? Puede que no fuese una golondrina, hay mucha sangre ¿Y Manuel? ¡Pobre Manuel! ¿Qué será de él? No debí marcharme sin despedirme, él no tiene la culpa, en realidad igual nadie tiene la culpa…”

De sus ojos verde-azules comenzó a brotar un imparable y violento torrente de lágrimas, como si se derramasen desde un encrespado océano que estuviese situado en la cima del cielo y fuese incapaz de contener por más tiempo su dolor y su ira hacía si mismo y el mundo. Caían y caían sobre el volante y hacían, sin que ella tuviese conciencia de ello, que se le escurriese entre las manos.

“… Tengo que volver. Puede que igual la golondrina esté sólo herida. Tengo que buscarla, sí, no puedo permitir que muera. Y Manuel… debo volver para hablar con Manuel. Pero, ¿cómo? No sé como hacerlo sin hacernos otra vez daño. Tengo miedo. No soporto más esta angustia, debería dar un volantazo y acabar para siempre con esta pesadilla, con el Universo, como ha pasado con la golondrina; pero igual sigue viva, como pasa con las mariposas; debo volver, no puedo continuar soportando la incertidumbre; debo preguntarle a Manuel tantas cosas, debo darle tantas respuestas, debo abrazarlo y llorar, sí, llorar junto a él, por él, para él ¿Qué nos ha pasado, Manuel? ¿Qué nos ha pasado? Debo volver, sí, debo volver, pero primero tengo que parar a limpiar la sangre y las mariposas, seguro que he matado alguna mariposa. Y buscar el pájaro. Creo… No, estoy segura de que era una golondrina. Manuel, necesito hablar contigo, Manuel. Te necesito, Manuel; necesito que me salves. Sálvame, Manuel, sálvame. Tal vez yo también pueda salvarte. Manuel, tal vez aún podamos salvarnos ambos ¿No crees, Manuel? Aunque para ello tengamos otra vez que hacernos daño. Igual si volvemos a intentarlo logramos aprender a no hacernos daño. Voy a volver para hablar contigo, Manuel. Aunque te haga daño. Sé bien que siempre has sabido perdonarme. Aunque las heridas sin cicatrizar finalmente no te hayan permitido vivir. Manuel, necesito que vuelvas a perdonarme. Te necesito, Manuel. Tengo que volver; sí, voy a volver. Pero antes debo limpiar toda esta sangre. Manuel. Manuel. Manuel…”

El sol volvió a aparecer desde detrás de una gran y singular nube negra -cuya forma, a pesar de que casi no lo había llegado a ver, le había recordado al pájaro que se estrelló contra el parabrisas-, deslumbrándola. Detuvo el coche y bajó para ir hundiéndose más y más en la ciénaga de la duda y el sentimiento de culpa. Desde entonces permanece inadvertida en el borde de la cuneta. Desvaneciéndose, lenta y amargamente, junto al resto del Universo, junto a la golondrina, junto a las mariposas, junto a Manuel, aunque ninguno de los dos lo sepa. Aunque nunca hayan existido, no porqué sean los personajes de un relato, eso es indiferente, sino porque una mañana de mayo murió un pájaro, tal vez una golondrina, atropellado por la pereza, el miedo y la duda.