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La carta

Elvira despertó sobresaltada. Llovía torrencialmente, y la luz hiriente de cada relámpago iluminaba fugaz, pero intensamente el dormitorio, reflejándose en sus ojos azules humedecidos por las lágrimas que, inevitablemente, hacía aflorar la repetitiva pesadilla que últimamente la angustiaba todas las noches. Hacía meses que no dormía bien y que esa angustia onírica la despertaba siempre mucho antes de que sonase el despertador. Y ya no podía volver a conciliar el sueño.

Por la ventana, abierta de par en par, penetraban un bochorno pegajoso y una oscuridad apabullante, que sólo era interrumpida a intervalos irregulares por los tormentosos relámpagos. Pulsó el interruptor de la luz. Pero la luz no se hizo. Completamente desnuda se dirigió a la cocina donde comenzó a revolver todos los estantes buscando a tientas unas velas que recordaba haber comprado unos meses antes, al día siguiente de producirse aquel gran apagón que duró casi toda la noche. Eran unas velas gruesas y de color granate, y estaban aún sin estrenar. Prendió una con un mechero que no recordaba de donde podía haber salido y que encontró casualmente en uno de los cajones donde guardaba los paños de cocina y, amparada en la pesada penumbra que le proporcionaba su luz mortecina, se encaminó hacia la sala de estar que hacía también las veces de improvisado despacho en las ocasiones en las que, cada vez con mayor frecuencia, debía traerse el trabajo atrasado a casa.

Se sentó frente al escritorio, prendió otras dos velas más, tomó papel y lápiz del cajón inferior, que siempre mantenía cerrado con llave, y comenzó a escribir. Siempre que escribía una carta personal, lo hacía a mano, le parecía un modo mucho más cálido y cercano que utilizar el ordenador, y usando un lápiz en lugar de un bolígrafo o una estilográfica, pues pensaba que, de producirse algún malentendido en el destinatario, siempre habría más oportunidades de que lo escrito terminase siendo borrado de la memoria. La sombra de sus pechos desnudos se reflejaba trémula sobre la pared de color celeste, ahora, apagadamente ceniciento en la penumbra.

“Querido Manuel: La verdad es que no sé como expresar tantas cosas como tengo que decirte para evitar herirte una vez más. Antes que nada, te diré que, aunque sabes bien que nunca quise renunciar a mi independencia, tú has sido la persona que más he querido en toda mi vida y que, desde aquel día que te marchaste sin despedirte y sin explicarme tus motivos, no he dejado ni un instante de echarte de menos…”

Un relámpago iluminó en ese instante a borbotones la sala de estar, haciéndola consciente de su desnudez. Se dirigió al dormitorio donde se colocó la bata de seda de color malva, que con motivo de uno de sus cumpleaños le había regalado Manuel, y recordó que, sabiendo de su amor y de sus deseos, nunca le había dado una oportunidad de, al menos, verla con ella puesta. Manuel nunca hubiese intentado ir más allá de ella no habérselo pedido previamente de manera explícita, pero ahora estaba segura de que hubiese sido inmensamente feliz con tan solo verla vestida con aquella bata que tanto favorecía su ya de por sí arrebatadora belleza. Cuando volvió a sentarse frente al escritorio rompió minuciosamente la incipiente carta y arrojó los innumerables trocitos sobre los restos de colillas recientes y de un sin fin de envoltorios de caramelos de menta que yacían en el fondo de un paragí¼ero metálico de color gris que también le había regalado Manuel repleto de flores un día de lluvia sin ningún motivo aparente.

Tomo del cajón otra cuartilla y comenzó a escribir de nuevo.

“Manuel, hace ya tanto que no se nada de ti, que no puedo evitar estar angustiosamente preocupada por la suerte que hayas podido correr. Sabes bien que el hecho de que yo nunca te haya amado…”

En este punto se detuvo ante la duda de que tal afirmación fuese realmente cierta o, tal vez, en la seguridad de estar de nuevo mintiéndose como antaño, y, tras unos minutos en que permaneció inmóvil con su mirada fija en el papel, volvió a romper la cuartilla en cientos de pequeños trocitos humedecidos por sus lágrimas.

Cuando escuchó en la lejanía del dormitorio los agudos pitidos del despertador, la improvisada papelera rebosaba de papeles rotos y desesperanza. Se duchó y se vistió apresuradamente, metió la cuartilla que tenía sobre el escritorio en un sobre, ya franqueado, en el que destacaba escrita con mayúsculas la palabra “URGENTE”, y bajó las escaleras a toda velocidad saltando de tres en tres los escalones, ávida por llegar a la calle para tratar de escapar lo antes posible de la atmósfera opresiva de sus pesadillas que en ningún momento llegaban a desaparecer del todo en el interior del edificio en el que tantos momentos de amistad había compartido con Manuel. Después, a la carrera, tomó el camino de su consulta donde ya hacía rato que debía estar esperándola el primer paciente que tenía citado aquella mañana. Sin apenas aliento, de detuvo junto al buzón de correos y, tras dudarlo un instante, echó la carta dentro para, después, continuar caminando lentamente sin dar la menor importancia a la indudable desesperación de aquel paciente que ya debería estar a punto de marcharse para no volver nunca más a su consulta.

A la mañana siguiente, en la oficina de correos, Andrés volvió a preguntarse una vez más por el misterio que se ocultaría en el interior de aquellos misteriosos sobres plastificados que, desde hacía meses, llegaban a diario sin remite y en los que, en la etiqueta en la que deberían aparecer los datos necesarios para identificar al destinatario y su dirección, sólo podía leerse, además de la palabra “URGENTE”, un nombre escrito a mano con una letra manuscrita con trazos desiguales y temblorosos: Manuel.

Incapaz de resistir por un minuto más la curiosidad, abrió el sobre. En su interior, tan sólo una cuartilla de color celeste que llevaba, como única inscripción, un penetrante olor a magnolia que en un instante se expandió por todo el edificio.