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La asfixia

Tenía un vicio secreto: respirar de su aliento. Al principio lo hacia muy esporádicamente, pero con el tiempo se le fue haciendo tan imprescindible que cada vez que coincidían se veía obligado a ir acopiándolo clandestinamente en todos los lugares en los que le era posible: en los bolsillos, entre su sangre, en el fondo de las entrañas, en lo más profundo de sus sueños, bajo la piel, en cada latido del corazón… Le suponía un gran esfuerzo pues sabía que debía hacerlo con sigilo y a una medida distancia para evitar desgarrarle su ayer, su ahora y su mañana. Después, durante el largo tiempo de ausencia que transcurría entre sus breves encuentros, muy despacito, para no malgastarlo, lo iba respirando de crepúsculo a crepúsculo; era lo único que respiraba. Hasta que un día, cansado de ocultarlo y de tener que recogerlo a hurtadillas, decidió dejarlo.