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En defensa de Alejandra

(Elogiando de nuevo la locura)

Perdida en el silencio
de las piedras fantasmas.
¿Quién es el heredero del viento,
quién me llena la boca de días,
quién hace que yo viva?

¿Quién prueba una verdad
en mi dolor sin fondo?

¿Quién me ha exiliado con los que cantan?
¿Quién me perdió en el silencio
de las piedras fantasmas?

Alejandra Pizarnik


Según me comenta un buen amigo, hay cierta profesora de literatura (1) que recomienda a sus alumnos no leer a Alejandra Pizarnik, a menos que, como era lógico pensar en un mundo en el que la “lógica” oficial lo emponzoña todo aberrantemente, gocen de una buena salud psicológica. Alega la docente para perpetrar tamaña recomendación que la obra de la gran poeta bonaerense, que a la sazón terminó suicidándose atiborrándose de seconal mientras pasaba un fin de semana fuera de la clínica siquiátrica en la que se hallaba internada, fomenta actitudes suicidas y destructivas. ¿Ven?, parece una recomendación lógica.

Pero yo, que vindico otra lógica al margen de la que se nos proclama desde el pensamiento único castrante que nos lamina y empobrece –y digo castrante tanto en el sentido figurado como en el literal del término-, me siento más que legitimado para, a mi vez, recomendar a estos alumnos que, antes que nada, traten de cambiar de profesora y que se busquen a alguna otra –o algún otro- que no fomente actitudes contrarias al disfrute de la emoción y la belleza mediante la inoculación del virus del miedo a la poesía, por crudos y dolorosos que puedan a llegar a ser en ocasiones los sentimientos que ésta pueda llegar a transmitirnos, tanto como las espinas de un rosal. Y que no se queden anclados en la falsa cordura que nos viene siendo impuesta desde hace ya siglos con la intención de que pasemos por esta vida como silenciosos corderos camino del matadero. Y, cómo no, que lean a Alejandra Pizarnik y a cualquier otro poeta que les transmita emociones e inquietudes intensas, independientemente de que tengan o no un mal día, un mal mes, o un mal año.

Les aseguro que yo soy un auténtico “desequilibrado”, un “loco de atar” para cualquiera que me evalúe tomando en consideración los criterios social y puede que hasta psiquiátricamente admitidos. Pero ¿quién puede asegurar lo contrario en este mundo de falta de afectos positivos, y cuajado de zancadillas? Y también les confieso que, a pesar de mi “delirio”, he leído la obra poética completa de Alejandra Pizarnik, amén de su alucinante “Condesa sangrienta”, en varias ocasiones, y bastantes de sus poemas decenas y hasta centenares de veces. Y tampoco he dejado de hacerlo durante los que se podrían calificar como los momentos más bajos de mi vida desde el punto de vista emocional. Y sólo me transmitieron ternura, empatía, entusiasmo, solidaridad, rebeldía y ganas de vivir, a pesar de o, tal vez, por la podredumbre que me descubrían; no en la poeta, sino en todas aquellas cosas de las que abominaba, y por lo tanto le dolían, en su filosofía vital, expresada con un lirismo y una sensibilidad de inigualable altura. Y aquí sigo, con mi dolor y mi alegría, y espero que por muchos años.

Alejandra Pizarnik era un ser singular y diferente en este mundo de lo insensible, de silencios, impiedades, injusticias y ganado de carne sin personalidad atrapado casi sin salida en el redil a la espera de que le llegue su hora. Gritó en el papel a los cuatro vientos su amargura por los golpes recibidos desde de la insensibilidad y la indolencia, y tuvo el valor de exigir no clemencia, sino justicia en un intento desesperado por ser comprendida y, lo que es más importante aún, por que el mundo tratase de comenzar a comprenderse en y a sí mismo. Y, aunque lo hacía desde la individualidad de sus emociones más íntimas, no es menos cierto que sus alaridos no dejaban de tener una profunda trascendencia, una vocación de universalidad en las emociones que puede llegar a despertar en todo aquél que se atreva a leerla con la mente y el corazón abiertos. O, dicho de otro modo, Alejandra Pizarnik nunca fue una demente sino un genio fraguado en el contexto de una sensibilidad tan intensa, que apenas tenía cabida en el marco de los pobres esquemas emocionales del mundo en el que vivió y murió, el mismo mundo en el cual continuamos inmersos. Y, en este sentido, fue también una rebelde, un alma insurrecta a los designios de su tiempo. Una adelantada a su época que nunca sabremos si podrá ser alcanzada con el paso de los siglos, tan parados como siguen los relojes. Es por todo ello que no llegó a ser comprendida casi por nadie, no porque no supiese explicase, sino porque el mundo que la rodeaba estaba sordo, ciego, mudo… era un mundo de amarga insensibilidad y castración. Por tanto, su poesía no es la expresión de una demencia, sino una reivindicación permanente desde otro modo de ver las cosas, otro modo de sentir, otro modo de pensar, un modo de pensar con y desde el corazón. Los versos de Alejandra, aun naciendo de las sombras, se transmutan en resplandecientes rendijas de luces multicolor, imposibles de llegar a ser captadas por aquellos que han terminado por asumir la ceguera de sus ojos vacíos. Resulta curioso, y aterrador, constatar como muchos de los grandes genios y revolucionarios de la Historia no han dejado de ser tachados continuamente de dementes por los jueces nunca imparciales de la Historia o de las Artes. Pero todos ellos contribuyeron, o al menos lo intentaron, a cambiar un poco el mundo, a hacerlo algo más libre, aunque algunos, muy pocos, intentasen en alguna ocasión suicidarse. En cualquier caso, Alejandra Pizarnik sí lo hizo. Y es que en un mundo donde se nos amputan permanentemente las emociones y los afectos para tratar de convertirnos en almas tetrapléjicas sin capacidad de acción, no es de extrañar el que haya quién termine reivindicando y hasta haciendo uso del derecho a la eutanasia activa. No recorten los afectos, no cercenen las emociones, no renieguen del intenso placer que proporciona la lectura poética, y estarán evitando suicidios, ya sean físicos o intelectuales.

Pudiera ser que algún eminente psicólogo, con formación poética o sin ella, o algún afamado poeta, aficionado a la psicología, concluyesen lo más “sensato”: que yo, al igual que Alejandra, no soy más que un loco con tendencias suicidas. Pero no, yo no soy ni libertador ni genio, y si algún día me llegasen a internar por cualquier motivo en una de esas instituciones denominadas eufemísticamente de salud mental, cuerdo o loco, loco o cuerdo, con toda seguridad no terminaría atiborrándome de seconal o arrojándome sobre las aguas de un vertido tóxico en la Ría, que para el caso viene a ser lo mismo, para abandonar precipitadamente este mundo. Como mucho terminaría o creyéndome Nerón o consumiendo elevadas dosis de poesía; un loco, al fin y al cabo, para los “expertos” encargados de juzgar estas cosas.

En definitiva, que si se deciden a experimentar el intenso placer, por mucho que pueda amargar como la cerveza, que proporciona la lectura de los poemas de Alejandra Pizarnik, gocen de un mayor o un menor equilibrio psicológico, es infinitamente más fácil que mueran en alguno de los suicidios colectivos de cordura que nos proporciona nuestro maravilloso mundo civilizado, como pudieran ser la carretera, un andamio o un cáncer propiciado por el abuso del tabaco o la acumulación en nuestro organismo de los miles y miles de sustancias tóxicas que altruistamente pone a nuestra disposición la industria, que de una sobredosis de seconal.

Pero bueno, cada cual puede optar por lo que más le “apetezca”. Pero si se deciden por no leer a Alejandra Pizarnik para preservar su equilibrio psicológico, no lean tampoco a Gioconda Belli, o a Idea Vilariño, o a Cernuda, o Salinas, o a Bukowski, o a Alfonsina…, no vaya a ser que les de por plantearse unas relaciones afectivas diferentes, y, tan sólo por eso, más libres y enriquecedoras. O por hacer la revolución sobre la destrucción de las ruinas del actual sistema de (no) vida y (no) pensamiento (2). Ni a ningún otro poeta, digo poeta, no versificador sin argumentos poéticos, no vaya a ser que les termine apeteciendo vivir con toda la fuerza de las emociones y los sentidos. Y eso sí que sería, además de una auténtica locura, enormemente peligroso para las ruinosas estructuras sobre las que se sostiene este mundo de cuerdos emocionalmente tetrapléjicos.

(1) En ningún momento he tratado de criticar o hacer recomendaciones respecto a la persona, real, a la que hago referencia al comenzar este texto. Amén de que no la conozco, no soy yo nadie para juzgar a las personas y menos aun, basándome en un hecho, aunque no baladí, completamente aislado y sin relación con su contexto. Sólo ha sido una utilización, en absoluto malpensada, alegórica de una actitud frente a la poesía, para hacer defensa ésta y de otro modo de ver las cosas, en un mundo donde la carencia de poesía, no tanto como género literario como concepto vital, es uno de los mayores lastres a los que nos enfrentamos en la actualidad en el ámbito epistemológico. Y, por supuesto, una encendida defensa de la obra poética y del desgraciadamente malogrado espíritu vital de Alejandra Pizarnik.

(2) En realidad, lo que denominamos pensamiento único no es más que una denominación eufemística del no pensamiento, pues, lo que es único, no admite reflexiones ni interpelación alguna.
paquita
paquita dice:
18/01/2007 13:53

ESTUPENDO TODO EL ARTÍCULO.

Paquita La Loc@