Usted está aquí: Inicio / Las alas del lobo / Blog / El viaje a Orión

El viaje a Orión

Este relato, un poco largo, lo publiqué hace unos días en una página de amantes de la lectura y la literatura en la que sus miembros compartimos también algunos de nuestros textos. Precisamente por ser un poco largo no tenía pensado publicarlo en onubenses.org. Pero me ha hecho cambiar de opinión la lectura del último "artículo" de nohaypapelerasenlaluna, a quién se lo dedico, junto a las otras dos personas a las que está dedicado en la publicación original.



El viaje a Orión

a nohaypapelerasenlaluna,
por seguir viendo las estrellas cuando alza la vista al cielo.


a laly,
por despertar las reflexiones que han hecho nacer y crecer este relato de estrellas.


a ely,
en agradecimiento por preocuparse por la vida de mis personajes.


I

El último plan de Carlos


A pesar de -como suele suceder en todas las grandes urbes occidentales- la intensa y excesiva iluminación artificial, aquella calurosa noche era inusualmente estrellada. Era como si las estrellas, por una vez, cansadas de pasar inadvertidas, hubiesen decidido competir con la luz anaranjada e hiriente de las farolas por iluminar la vida de la ciudad. Era un fenómeno extraño y peculiar al que, si alguien se hubiera puesto a pensarlo, difícilmente habría encontrado explicación alguna, salvo acudiendo a improbables historias de hadas y magos legendarios.

Carlos Toledo, sentado en un saliente tras el muro de la azotea del más alto edificio de negocios del centro, balanceaba su cuerpo hacia delante y hacia detrás de forma acompasada y mecánica, ofreciéndose una y otra vez al abismo con la mirada turbia y perdida. Tenía un aspecto deplorable. Sin afeitar desde hacía varios días, necesitado con urgencia de un buen corte de pelo y completamente despeinado, con la bragueta del pantalón abierta y vestido con una ropa muy arrugada y de color, aunque claro, indefinible a causa de la suciedad añeja que llevaba incrustada.

Abajo, desde donde su silueta era poco más que un minúsculo punto bamboleándose en las alturas, había una gran agitación. Coches de bomberos y de policía y ambulancias con las luces de emergencia quebrando la tranquilidad de la noche, decenas de periodistas compitiendo por ocupar los mejores lugares desde donde informar de la esperada tragedia y centenares de curiosos, que habían acudido como una manada de buitres presintiendo la carroña, ejecutando sin orden ni concierto una especie de caótica y demencial danza que hubiese sido propia de algún atávico culto satánico. La anarquía era absoluta, aunque Carlos Toledo, absorto en sus inimaginables pensamientos, no reparaba en nada de ello, hasta que una voz temblorosa y carente de convencimiento vino a sacarlo de su introspección y aislamiento.

- Hola amigo, soy el teniente Amposta, de la policía nacional y en unos minutos llegará aquí la psicóloga. Hoy, al parecer, no se encuentra del todo bien y creo que podríamos ahorrarle el trabajo ¡Vamos!, deje de hacer tonterías y venga al interior de la azotea conmigo. La vida, aunque en estos momentos por los motivos que sea no lo crea, merece la pena ser vivida.

Carlos Toledo, sin dejar de balancearse, volvió la mirada hacia el teniente, que inclinaba su cuerpo por encima del muro desde una de las esquinas de la azotea para poder verlo, y con una voz monótona y sin emoción respondió de manera pausada:

- ¿La psicóloga?... ¿Sabe?, yo era psicólogo.

- Entonces debe saber que lo que está haciendo no soluciona nada y que…

- ¡No! –interrumpió Carlos Toledo, ahora evidentemente alterado y con una ira aterradora impregnada en cada una de sus palabras- ¡Cállese! ¡Y no se acerque más! No necesito ninguna psicóloga. Quiero que me traigan a María Ruiz Martorell. Hace años vivía en el número 63 de la Avenida de la Constitución.

- Pero…

- ¡Ni una palabra más! Y si no está aquí en media hora ya pueden ir pensando en limpiar toda la calle de vísceras y sangre.

Veintinueve minutos después me encontraba en la azotea, acompañada por el teniente Amposta y por María Ruiz, notablemente temblorosa y asustada. Ese mismo día había comenzado a menstruar y me dolía la cabeza de tal manera que tenía los nervios a flor de piel y me costaba mucho pensar con claridad. Traté de sosegarme un poco y me dirigí a Carlos Toledo con amabilidad pero a la vez con firmeza.

- Hola señor Toledo, mi nombre es Ely. Soy la psicóloga de la policía y me acompaña, tal y como usted ha pedido, María Ruiz.

- ¿La psicóloga? Ya he dicho antes que no quería que viniese ningún loquero ¡Márchese o lo lamentarán todos! Sólo quiero hablar un momento con la señorita Ruiz antes de hacer lo que tengo que hacer.

Por el tono de voz empleado por Carlos Toledo comprendí que hablaba muy en serio, y tras intercambiar opiniones durante unos minutos con el teniente Amposta y dar unas breves instrucciones a María Ruiz, conseguí que se accediera a sus peticiones. El teniente y yo nos situamos junto a la puerta que daba acceso a la azotea, mientras María se aproximaba lentamente hasta, tal y como yo le había dicho que hiciese, estar aproximadamente a metro y medio del murete tras el que continuaba balanceándose Carlos Toledo. Desde ese lugar María no podía verlo. En cambio el teniente y yo podíamos observar con nitidez sus movimientos y escuchar, siempre que el tono de voz no fuese demasiado, bajo todo lo que decía, gracias a un dispositivo audiovisual que había sido instalado a toda prisa mientras se esperaba con impaciencia nuestra llegada.

- Buenas noches, señor. Soy María, ¿cómo se encuentra?

- Hola María, se podría decir que he tenido momentos mejores. Sólo quería decirle, antes de hacer lo que he venido a hacer, que tenía usted razón.

- Perdón, pero ¿por qué a mí? Yo a usted, al menos, no recuerdo haberlo conocido.

- Soy el doctor Toledo… bueno, era el doctor Toledo y justo ahora hace seis años, seis meses y seis días que estuvo usted en mi consulta, aquí en este mismo edificio. Recuerdo que hacía mucho frío y que nevaba violentamente. Aquella tarde mantuvimos una conversación muy interesante, sobre todo por su parte, aunque en aquel momento, sinceramente, pensé que no era más que una desequilibrada a punto de comenzar a delirar. Con el tiempo me di cuenta de que estaba equivocado y no quería marcharme sin decírselo.

A María le sorprendió que un hombre que parecía estar a punto de suicidarse le hablase con tanta calma, pero, sobre todo, que recordase con tanta nitidez aquellos detalles. Sin saber que decir permaneció más de un minuto en silencio mientras que, desde la entrada de la azotea, yo no paraba de hacerle ostensibles gestos para indicarle que continuase hablando.

- Ya, ya creo reconocerlo, señor. Aunque, para ser sincera, apenas recuerdo vagamente de lo que estuvimos hablando. Creo que hablamos de mis sueños ¿no? Hace ya de eso mucho tiempo. ¿Me permite que me acerque hasta el borde del muro para que podamos vernos las caras y estar segura de que es usted la persona que pienso? Creo recordar que era usted un hombre muy atractivo.

- No, de momento, creo que no debe aproximarse más. Además, le aseguro que sin duda alguna soy la persona que usted piensa. Trataré de refrescarle la memoria de lo que hablamos aquella tarde para que entienda mejor lo que trato de decirle.

II

Los sueños de María


El Doctor Toledo, un hombre fuerte, corpulento -debía rondar los dos metros de estatura y superar con creces los ciento veinte kilos de peso- y notablemente atractivo, llevaba toda la tarde sentado en su despacho con pocas cosas que hacer, por lo que hacía ya más de una hora que no paraba de juguetear mecánicamente con un abrecartas con el que, tratando de hacer frente inútilmente al aburrimiento, iba troceando minuciosamente uno por uno un montón de papeles inútiles que había sobre su escritorio para posteriormente arrojarlos la papelera. Carlos Toledo era un afamado psicólogo al que ninguna tarde le faltaba un buen número de clientes, tal vez, un número excesivo de clientes. Pero la intensa ventisca y la densa nevada que no paraba de caer desde la madrugada anterior habían hecho que la mayoría de los pacientes que tenía previsto atender esa tarde hubiesen cancelado sus citas y, los que no lo habían hecho, tampoco habían acudido a su consulta finalmente. Estaba ya pensando en marcharse cuando se escuchó la voz de su secretaria en el interfono.

- Doctor Toledo, está aquí la señorita María Ruiz. Es la primera vez que viene a consulta y no tiene cita previa ¿Tendría usted unos minutos para atenderla?

- Por supuesto, Teresa. Hágala usted pasar- respondió con voz amable tras pensar durante unos instantes que no perdía nada. A pesar de que no tenía costumbre de recibir sin cita previa (de hecho, hacía años que no recibía a nadie que no hubiese concertado antes una cita), no tenía gran cosa que hacer y aquella visita inesperada podía ayudarle a mitigar un poco un aburrimiento que comenzaba a hacérsele un tanto pesado.

María era una mujer, aunque menuda y de poca estatura –debía estar en torno al metro y cincuenta centímetros y pesar unos cuarenta y cinco kilos-, de una gran belleza. Sus ojos, de un luminoso verde claro, destacaban como dos estrellas en aquel rostro de suave piel morena culminado por una abundante cabellera color castaño. Tenía un cuerpo bien proporcionado. Sus pechos se adivinaban pequeños pero fuertes bajo el jersey grana que los ceñía y sus piernas, a pesar de vestir un pantalón holgado de color negro, al doctor Toledo, que se sintió un tanto turbado al contemplarla, se le antojaron muy hermosas.

- Buenas tardes, doctor. Le ruego que me disculpe por haber acudido sin cita y le agradezco sinceramente que me haya recibido.

- Buenas tardes, María. No hay ningún problema. Si le soy sincero, con esta tarde de perros, es usted la primera persona que acude a mi consulta. Y bien, ¿qué se le ofrece?

- Pues verá, desde hace unos meses no me encuentro del todo bien. Tuve problemas con mi pareja y, aunque lo intentamos, no fuimos capaces de solucionarlos y finalmente decidimos dejarlo –María hizo una pausa para tragar saliva con esfuerzo y continúo relatando el porqué de su visita-. Bueno, en realidad fue él quién decidió dejarlo y terminó abandonándome. ¿Sabe?, teníamos pensado casarnos dentro de un mes. Todo ello me ha afectado bastante y, aunque no podría decirse que he perdido la ilusión por vivir, hay momentos, sobre todo al caer la tarde cuando me encuentro sola en mi apartamento, que se me hacen muy tristes y angustiosos. Este estado hay días que se prolonga durante toda la noche y me cuesta mucho dormir, con lo que al día siguiente estoy agotada. Hoy mismo estoy tremendamente agotada.

- Y bien, María, háblame de tu ex-pareja, de lo que sientes en este momento por él, si aún lo amas, si sientes rencor, en fin, todo lo que se te ocurra al respecto.

- Verá doctor, eso es ya agua pasada y preferiría, al menos hoy, no tener que hablar de ello.

- De acuerdo, María, como prefieras, tampoco tenemos prisa. Bueno, me dices que, a pesar de todo, no has perdido la ilusión por vivir. Creo que eso es un buen punto de partida para tratar de ir superando ese estado en el que dices que te encuentras. Supongo que eso significa que ya habrás hecho planes de futuro para de algún modo tratar de llenar ese vacío que interpreto que sufres. Cuéntamelos.

- ¿Planes? No, no, Doctor. Yo nunca he sabido hacer planes, siempre he querido vivir el momento, gozar sin límites de cada oportunidad que se me ha presentado en la vida sin preocuparme demasiado por lo que sucedería el día siguiente. No es que haya dejado de mirar al futuro, pero nunca he querido programarlo, ¿sabe? la vida es tan imprevisible.

- ¡Vaya! Pues creo que ahí se encuentra tu principal problema. Dices que siempre has querido vivir el presente e imagino que hasta hace poco ese presente lo representaba tu pareja, perdona que vuelva a hablar de ello, será sólo circunstancial. El hecho de haberle perdido, unido a que parece que no quieres hacer ningún tipo de planes, puede ser uno de los desencadenantes de esa angustia que dices padecer. En cualquier caso, y perdóname de nuevo si no te he entendido bien, dices que no has perdido la ilusión por vivir. Trata de explicarme eso, pues la verdad no alcanzo a entender como puedes tener esa ilusión sin haberte marcado objetivos, unas metas a alcanzar, sin haber hecho los planes necesarios para reconstruir tu vida… Sin un presente con el que gozar y sin planes de futuro ¿cómo se puede mantener la ilusión?

- Pues la verdad, doctor, es que no lo tengo claro. Quizá sea porque siempre he sido una soñadora, siempre he tenido sueños y nunca he renunciado completamente a ellos. Podría ser por eso, ¿no?

- Bueno, bueno, ya lo voy entendiendo. Sueños… un modo muy poético de llamarlo. Estoy empezando a pensar que, al menos como entretenimiento, te dedicas a la poesía o a alguna otra actividad relacionada con el arte. Verás, comprendo que estés confusa, pero los sueños y los planes, para mí, son la misma cosa, sólo que con denominaciones diferentes. Digamos que, para el caso que nos ocupa, son sinónimos. Creo que vamos avanzando ¿verdad? A ver, ¿qué opinas de todo esto?

- Vera, doctor, hay algo en lo que ha acertado, pero también hay algo de lo que ha dicho con lo que no puedo estar de acuerdo. Ciertamente no pasa un día sin que dedique unas horas a la poesía, ya sea como lectora, ya sea escribiendo. Nunca he ganado un euro con mi afición y puede que nunca lo gane –tampoco lo pretendo-, pero desde luego me siento poeta. Digamos que la poesía es uno de los elementos esenciales que me ayudan a continuar soñando.

- Bueno, me alegra saber que hay elementos en tu vida que aún te sirven de punto de apoyo; eso es muy importante. Y ¿mi error? María ¿cuál dices que ha sido mi error?

- Pues, ya que usted lo ha llamado así, su error es pensar que los planes y los sueños son la misma cosa.

El doctor Toledo permaneció unos instantes mirando fijamente a María tratando de ganar tiempo para intentar, sin demasiado éxito, desenmarañar su última respuesta a fin de continuar avanzando en una conversación que ya pensaba estaba dando algunos resultados terapéuticos. Pero para ello debía denotar seguridad y firmeza en cada una de sus preguntas y de sus reflexiones en voz alta. Por fin dijo, aún bastante confuso y no muy convencido:

- Bien, María, me vas a tener que perdonar, pero no lo entiendo. A ver, trata de explicármelo.

- Pues verá, cuando hacemos un plan, imagino, ya le he dicho que yo nunca he sabido hacer planes, que lo primero que nos planteamos es el objetivo que queremos lograr, para después tratar de trazar el camino que hemos de recorrer para alcanzarlo ¿no?

- Pues sí, es una buena explicación. Bueno María, no quiero que creas que, por lo que te voy a decir, pudiera yo estar pensando que de algún modo me estés mintiendo, sólo intuyo que quizá estés algo confusa. Verás, no sé si será cierto que no sabes hacer planes, pero desde luego el concepto lo tienes bastante claro. Veo, y me alegro por ello, que seguimos avanzando ¿Y los sueños? ¿En que se diferencian de eso que has descrito?

- ¿Qué en qué se diferencian? En todo, no tiene nada que ver una cosa con la otra. Un sueño, doctor, no persigue un objetivo, un sueño está hecho de anhelos, de deseos, de incertidumbres agridulces que igual nos elevan por los aires que, al instante siguiente, nos aplastan contra el suelo. Y, por otra parte, nunca somos capaces de imaginar siquiera uno de los pasos que deberíamos dar para alcanzarlo. Sólo continuamos caminando, a veces sin rumbo y a veces, cuando acompañan las contingencias de la vida, bien encaminados, aunque sin estar nunca completamente seguros de ello. No obstante, yo sigo soñando. Pienso que si perseveramos en nuestros sueños, a pesar de todas esas incertidumbres que le digo, podemos terminar haciéndolos realidad. Y, si eso no ocurre, tampoco importa demasiado. Lo verdaderamente importante es saber mantener nuestros sueños hasta el final, por muy doloroso que pueda resultar a veces.

El doctor Toledo, a medida que se iba desarrollando la conversación con María, se sentía cada vez más turbado y confuso, y empezaba a dudar de que el enfoque que había comenzado dando a aquella sesión pudiera dar algún resultado. No obstante, decidió seguir insistiendo.

- Ya. Me vas a perdonar, pero, tal vez por tener un pensamiento de carácter eminentemente científico, los sueños, tal y como tú los defines, para mí no significan nada, no nos aportan nada, no tienen utilidad. Pero creo que, con confianza mutua y un poco de tiempo, podremos ser capaces de convertir tus sueños en verdaderos planes que vuelvan a dar sentido a tu vida.

- Perdone, doctor, pero creo que no me ha entendido del todo. Es más, creo que no ha entendido absolutamente nada de lo que significa para mi tener un sueño y…

- Perdona tú ahora que te interrumpa, María, -el doctor Toledo pensó inmediatamente que se había equivocado al interrumpir tan bruscamente a María Ruiz, pero ya no podía dar marcha atrás- pero creo haberte entendido perfectamente. Te pondré un ejemplo para ver si conseguimos ponernos de acuerdo ¿vale? Yo tengo un objetivo, ir desde Madrid a Milán. Entonces tendré que decidir que día es el más adecuado para hacer el viaje, que modo de transporte voy a utilizar, el equipaje que necesito, el hotel en el que me voy a hospedar… en fin todas esas cosas. Resolviendo todas esas cuestiones adecuadamente, sin duda, llegaré a Milán sin ningún tipo de problema y, además, es muy probable que hasta pueda llegar a disfrutar del viaje ¿no?

- Sí, es posible.

- En cambio, tú, quieres viajar a las estrellas y, eso además de ser inútil, entre otras cosas porque no sabes que es lo que hay ni lo que buscas en ese hipotético destino –dices que en tus sueños no te marcas realmente objetivos ¿no?-, es imposible, porque no hay un medio de transporte que haga ese viaje. Pero en el fondo los dos queremos lo mismo, viajar. Así que, lo único que tenemos que conseguir que entiendas, es algo bien simple.

- Y ¿qué es eso tan simple, doctor, que no alcanzo a imaginarlo?

- Que es imposible viajar a las estrellas, María, y que, por lo tanto, será preciso que, para tratar de volver a dar sentido a tu vida, cambies el destino de tu viaje hacia un lugar posible. A Milán, por ejemplo.

- Pero es que mi vida ya tiene sentido, sólo estoy angustiada y me cuesta dormir. Además, yo no quiero viajar a Milán, doctor. Yo quiero viajar a las estrellas, siempre he querido viajar a las estrellas, siempre lo querré, porque estoy segura de que en las estrellas está todo lo que busco –dijo María con una inusitada vehemencia.

Tras esta respuesta de María, el doctor Toledo hizo una prolongada pausa en su discurso mientras la miraba con una expresión de perplejidad que no podía ocultar a pesar de los esfuerzos que hacía para ello. El largo silencio se le comenzó a hacer a María Ruiz eterno y a llenarla de un creciente inquietud por lo que, finalmente, se decidió a reiniciar de nuevo el diálogo. No podía soportar aquel silencio que se tornaba cada vez más frío, denso y perdurable.

- Bueno, doctor, por la expresión de su rostro creo que está empezando a pensar que debo estar loca de atar. No, hombre, no, al igual que cuando usted me hablaba de viajar a Milán, cuando yo le he dicho que siempre he querido viajar a las estrellas hablaba en plan metafórico, ya le he dicho que me siento poeta y quién se siente poeta lleva ese sentimiento sobre sus espaldas las veinticuatro horas del día. Se diría que empezaba usted a tenerme miedo.

- No, María, en absoluto –dijo Carlos Toledo, ya más tranquilo y centrado- ni he sentido miedo ni pienso que estés loca. Sólo creo que, a pesar de que me has dicho que te gustaba vivir cada instante, nunca has debido conseguirlo realmente por el empeño, si me permites la expresión, morboso que has puesto en atarte a esa quimera que describes. Vuelvo a insistirte que, para establecer una terapia adecuada, es preciso que llegues a convencerte de que es necesario que reconduzcamos tus sueños imposibles hasta que logremos convertirlos en planes realizables. Para salir de tu actual estado es imprescindible que te convenzas de que Milán te ofrece un número de posibilidades infinitamente superior a todas las estrellas de tu firmamento.

- Pero, Carlos, ya te he dicho que no se me ha perdido nada en Milán y que lo que realmente deseo es viajar a las estrellas, ya sabes, no te me asustes –dijo María, mientras guiñaba su ojo izquierdo, con una ironía que impactó contra el Doctor Toledo como un mazazo-, en plan metafórico.

- Pero bueno, señorita Ruiz, empiezo a pensar que está usted peor de lo que yo pensaba –dijo el Doctor con cierta acritud y sin poder disimular el malhumor que lo invadía por momentos- pues esas ideas obsesivas e imposibles de materializar que la atormentan deben estar ocasionándole una gran frustración.

- Es posible. Muy posible, Carlos. Pero esa frustración es un precio insignificante que estoy dispuesta a seguir pagando a cambio de la esperanza –dijo María, mientras dejaba un billete de cien euros sobre el escritorio del Doctor Toledo y se incorporaba para marcharse.

- Un momento, por favor, María –respondió con la voz descompuesta Carlos Toledo, consciente de que había terminando perdiendo los papeles por primera vez en toda su carrera profesional- te ruego que me disculpes, no te marches así, al menos deja que concertemos una nueva cita, démonos otra oportunidad.

- No, Carlos, no creo que sea necesario.

- Está bien, pero al menos, recoge tu dinero, creo que no te he ayudado en absoluto y, por lo tanto, que no me lo he ganado.

- De nuevo te equivocas. Te has ganado con creces tus cien euros, pues me has reafirmado en mi convencimiento de que sin sueños no somos nada, estamos perdidos. En cambio, creo que yo no he logrado ayudarte a ti. No es que tuviese o tenga un especial interés en ello, pero me gusta prestar ayuda a aquellos que considero que necesitan ser ayudados y creo, sinceramente, que tú eres, de entre las personas que conozco –aunque te conozca realmente tan poco-, una de las que está más necesitada de ayuda. Deberías consultar a un profesional o, mejor, deberías esforzarte por intentar soñar de nuevo. Supongo que cuando eras niño tendrías muchos sueños, aunque ya no los recuerdes -dijo María mientras permanecía de pie a medio camino entre el escritorio y la puerta del despacho del doctor Toledo y hacía ademán de marcharse definitivamente.

- ¡Espera! ¡No te marches aún! –gritó Carlos Toledo, visiblemente inquieto y turbado- He de confesarte que, tras la conversación que hemos mantenido, me siento confuso y nervioso y necesito que me expliques que quieres decir con eso de que piensas que estoy tan necesitado de ayuda.

- Lo que te he querido decir es que estamos sometidos a tantos contingentes imposibles de prever y dominar, que tratar de planificar nuestras vidas es una falacia. Hoy mismo tus planes, aunque no hayas o no hayas querido ser consciente de ello, te han fallado. Has estado toda la tarde esperando a tus clientes importantes y una simple nevada ha hecho que finalmente sólo yo haya pasado por tu consulta, una visita inesperada, una desconocida, casi una aparición fantasmal que, además, casi ha terminado psicoanalizándote, que casi ha cambiado los papeles entre el doctor y su paciente. Y todo ello te ha turbado bastante, ha sido más que evidente, tú que debes pensar que eres casi imperturbable. Afortunadamente para ti, en esta ocasión han sido unos planes sin apenas trascendencia los que se te han venido abajo, pero si algún día te fallan los planes que consideres importantes, sin sueños, no tendrás nada. Antes de marcharme te diré algo más sobre los sueños, tal vez lo único que podamos afirmar con total seguridad sobre ellos. Los sueños son como las estrellas que, incluso tras millones de años después de haber desaparecido, aún pueden continuar iluminándonos en la noche, siempre que nos atrevamos a alzar nuestra mirada sin miedo hacia el cielo.

Tras decir estas palabras, María cerró suavemente la puerta tras de ella, dejando a Carlos Toledo sumido en una incertidumbre densa y pegajosa que, tal vez, ya no lo abandonaría en mucho tiempo.

III

La última oportunidad


- Bueno María –dijo Carlos Toledo mientras incrementaba la intensidad y la amplitud de su balanceo- ya que le he recordado aquella conversación y que le he dicho que aquel día tenía usted toda la razón, no tengo nada más que hacer aquí. Espero que entienda que finalmente no fracasé como psicólogo con usted y que entendí y comparto todo lo que me quiso decir, sólo que ya es un poco tarde para mí -terminó de decir a la vez que se inclinaba ostensiblemente y con gran decisión hacia adelante.

- ¡Un momento, por favor! -gritó desgarradoramente María, que se sentía aterrada y con el corazón desbocado- creo que aún no está todo dicho entre nosotros. Concédeme unos minutos por favor. Mira, déjame sentarme un momento junto a ti y hablamos.

Cuando escuche aquellas palabras de María quedé aterrorizada, debía evitar del modo que fuese que ella acabase también en el abismo. Mientras trataba de encontrar un modo para salvar aquella situación, lo cual me suponía un gran esfuerzo como consecuencia del dolor de cabeza, que poco a poco se me había hecho insoportable, Carlos Toledo detuvo su balanceo y arrimó su cuerpo a la pared del muro todo lo que pudo, pero sólo fue por un instante. Después, mientras se situaba más al borde del abismo que en ningún momento anterior, para mi tranquilidad y la del teniente Amposta, terminó diciendo:

- No, María, no. No trates de poner en práctica las estratagemas que te han recomendado para que, en un momento de distracción, se pueda evitar lo que es inevitable. Ya sabes que fui psicólogo, un buen psicólogo, de los mejores, y conozco a la perfección todas esas tretas.

- Escúchame, Carlos, no se trata de ninguna estratagema ni de nada que hayan podido decirme, apenas tuvieron tiempo para darme instrucciones. Sólo te pido hablar unos minutos. Les digo al teniente y a la psicóloga que se marchen y nos quedamos tú y yo solos charlando, hasta que decidas acabar la conversación. No pensarás que una mujer como yo, tan poquita cosa, podría detener sola a un hombre tan fuerte como tú.

- Esta bien –respondió Carlos Toledo tras meditarlo unos instantes-, pero sólo con esas condiciones.

Aquello seguía sin parecerme una buena idea y no estaba dispuesta a que María se sentase al borde del abismo con un hombre del que apenas me cabían dudas de que había decidido suicidarse por mucho que intentásemos hacer por evitarlo. Pero, aunque no sabría explicar cómo, finalmente María logró convencernos –sin duda era una mujer con una gran capacidad de convicción- para que nos retirásemos completamente de la azotea. Hoy reconozco que fue un gran error y que es algo que, de darse de nuevo el caso, no me volvería a permitir. Antes de retirarnos, el teniente y yo, pudimos ver como María saltaba con una gran agilidad el muro y se sentaba a la derecha de Carlos Toledo.

- Bueno María, veo que eres una mujer, además de muy hermosa -ya lo pensé aquella única vez en la que te vi-, muy valiente y con muchos recursos. No creí que pudieses convencer a la psicóloga y al teniente de que te dejasen a solas con un suicida, ya sabes, deformación profesional. Bien ¿de qué querías que hablásemos?

- Pues en primer lugar me gustaría saber que es lo que ha ocurrido para que un eminente psicólogo, que parecía tener la vida resuelta y que contaba con un prometedor futuro, se encuentre hoy en este estado.

- Pues los detalles no sabría en este momento ponerlos en pie. Simplemente se torcieron algunos de mis planes y de ahí en adelante todo fue una caída libre hacia el abismo. Perdí mi familia, mi casa, la consulta… todo. Y fue entonces cuando me acorde de ti y de lo que me dijiste la tarde en la que fuiste a verme con tus problemas. ¿Sabes?, estuve durante un tiempo bastante inquieto y sin poderme quitar de la cabeza aquella conversación, pero terminé por olvidarla. Pero, cuando lo perdí todo, todas y cada unas de tus palabras volvieron a irrumpir en mi mente como un espectro que hubiera estado aguardando su oportunidad, y entonces comprendí que tenías razón, que no se puede vivir sin sueños. A partir de ese momento no he dejado por un instante de tratar de soñar, pero hoy al fin me he rendido al comprender que ya es tarde para mí, que a fuerza de no creer en los sueños he terminado perdiéndolos en el abismo más profundo e inaccesible. Hoy sé que ya nunca podré tener un sueño y, tras haberme quedado sin ningún punto de apoyo, el vértigo se me ha vuelto insoportable. Así que ya no me merece la pena seguir viviendo. Y por eso estoy aquí. Pero antes de despedirme para siempre, quería decir a la única persona con la que finalmente he descubierto que no fracasé, que tenía razón. Por eso pedí que te llamasen. Bueno, creo que ya no tenemos nada más de que hablar. Márchate, te lo ruego. No quiero que tú contemples mi final.

- Perdona, Carlos, pero creo que aún no se ha dicho todo. Ya que dices que soy la única persona con la que no has fracasado, dame otra oportunidad más para no fracasar yo contigo. ¿Sabes?, nunca es tarde para comenzar a soñar.

- Está bien –dijo Carlos Toledo, tras dudarlo unos instantes- creo que te lo debo. No te quiero negar esa oportunidad, a pesar de que pienso que tú no has fracasado conmigo, que sólo yo soy responsable de mi fracaso, y que todo lo que lleguemos a hablar desde ahora en adelante será inútil.

IV

El viaje a Orión


Estas fueron las últimas palabras que pudimos escuchar de aquella conversación. Algo falló en el dispositivo de audio y no era posible repararlo sin irrumpir en la azotea, algo que desaconseje enérgicamente; ya había cometido suficientes errores aquella noche. En cambio sí podíamos seguir viendo a María y a Carlos Toledo.

María estuvo durante varias horas conversando con Carlos Toledo mientras ambos permanecían casi constantemente con los ojos elevados hacia el cielo. Ella, sin parar de hablar apenas por un instante, alzaba sus dos manos una y otra vez hacia las estrellas mientras él asentía con la cabeza y no cesaba de sonreír y la besaba de vez en cuando en la frente y los cabellos.

Ya, cuando con el crepúsculo empezaron a desaparecer las estrellas entre un azul rojizo incipiente, Carlos Toledo se incorporó, saltó hacia el interior, tomó de la mano a María, para ayudarla a su vez a seguirlo, y juntos se dirigieron hacia la puerta de la azotea, tras la cual los esperábamos el teniente Amposta y yo con impaciencia y, ya, con una gran satisfacción. Cuando llegamos abajo y hubimos salido al exterior todos los presentes irrumpieron en vítores y aplausos. Todos aquellos que habían estado durante horas esperando la tragedia, se alegraron finalmente de que ésta no se consumase.

Después, Carlos, tras despedirse de María, subió a la ambulancia, que un poco después lo conduciría al hospital, sin haber perdido aquella sonrisa que ella le había pintado en los labios bajo las estrellas.

Antes de entrar a la ambulancia para acompañar a Carlos, me acerqué a María y, sollozando de felicidad, sin poder contener la emoción, le dije:

- No puedo más que felicitarte. Estoy sorprendida y feliz; jamás pude imaginar que este hombre a estas horas no estaría dentro de una bolsa de plástico camino del depósito de cadáveres. Incluso pensé que tú podrías estar también en una de esas bolsas. No consigo explicármelo y me intriga que es lo que le has podido decir para que cambie de idea y desee continuar viviendo.

- En realidad no le he dicho nada –me respondió María con una luz iluminando su rostro que competía dignamente con la que irradiaban sus hermosos ojos-. Lo único que hemos hecho ha sido viajar juntos hasta Orión y él ya nunca olvidará el camino.

Tras dejar a Carlos Toledo en el hospital, ya nunca volví a saber nada de él ni de María Ruiz, aunque estoy firmemente convencida de que en más de una ocasión habrán coincidido en el camino a alguna recóndita estrella.