El último deseo
Él sólo la veía durante unos escasos minutos algunos días y, desde hacía tiempo, la mayoría de las veces, a pesar de que cada uno de ellos era consciente de la presencia del otro, no intercambiaban palabra alguna, apenas alguna mirada y, en cualquier caso, nunca se permitían hablar de sus sentimientos. Pero la llevaba incrustada en lo más profundo de su corazón y vivía únicamente por y para tratar de hacerla feliz y ver cumplidos sus deseos, aunque no por ello dejaba de tener la absoluta certeza de que nunca podría ver realizado su mayor anhelo: Ella, aunque quizá lo hubiera deseado de no mediar todo un cúmulo de circunstancias que se le hacían insalvables y a pesar de que él era una de las personas a la que más quería en el mundo, era incapaz de amarlo o, tal vez, se negaba a hacerlo. Y él, aunque sin poder evitar la frustración y acompañado siempre por una pesada melancolía, lo aceptaba sin condiciones al sentirse querido y necesario.
Por su parte, ella no podía pasar por alto que él era el ser más feliz del Universo cada vez que lograba satisfacer alguno de sus deseos por muy triviales que éstos fuesen. Así que, aunque en numerosas ocasiones ella buscaba el modo de expresarle lo que para él era ya evidente, esa imposibilidad de que entre ellos pudiese crecer el amor algún día, sin haberlo pactado iniciaron un ritual por el cual ella no dejaba periódicamente de pedirle pequeñas cosas, asuntos intrascendentes que sabía que a él no le supondrían demasiado esfuerzo. Pero, con el paso del tiempo, creyó observar que aquellas pequeñas peticiones ya no eran suficientes para él. Para tratar de complacerlo y poder continuar otorgándole esos instantes de felicidad, comenzó a solicitarle cosas cada vez más difíciles de alcanzar.
En esa espiral creciente que ella creía haber descubierto en él, como la de aquellos individuos que se habitúan a una droga y necesitan progresivamente más y más, una tarde de invierno le pidió que le trajese el mar, pensando que, tal vez, al no poder hacerlo, terminaría por romperse aquel círculo vicioso en el que habían caído y que estaba convencida de que a él le suponía un tormento que se tornaba más y más insoportable a medida que pasaba el tiempo. Pero a la mañana siguiente él llegó envuelto por una gran tempestad y a lomos de una gigantesca ola azul, empapado de espuma y de sal, y cargado con un gran cesto lleno de caracolas, cantos de sirenas y estrellas y caballitos de mar. No sólo había logrado llevarle el mar, sino que él mismo se había transformado en mar para ella.
En otra ocasión le pidió un cielo rojo y él encerró el más hermoso crepúsculo en un espejo que construyó en el interior de sus ojos con afilados rayos de luna y estrellas. Desde entonces, cada vez que él la miraba le regalaba el rojo cielo crepuscular que había instalado en su mirada ya herida para siempre.
Y así, día a día las peticiones fueron tornándose más y más imposibles, pero él siempre lograba satisfacerlas arrojando retazos de realidad a un crisol de luz en el que, tras una alquimia agotadora y sofocante, los trasformaba con la poderosa magia de los sueños. Era todo un soñador.
De este modo llegó un día en el que ella ya no supo que pedirle para que fuese suficiente para proporcionarle aquellos breves instantes de intensa felicidad. Y terminó por pedirle que dejase de amarla. Y ya nunca más volvió a saber de él.
Sólo entonces comprendió que él aceptaba amarla sin ser correspondido y que lo único que quería era poder construir y compartir su sonrisa. Porque la amaba, sólo por que la amaba. Como nunca había amado ni nunca podría amar a nadie.
Con el tiempo se extendió la leyenda de que cuando la mar estaba más encrespada, durante el crepúsculo, a veces, se veía vagar por la playa a un fantasma solitario con un gran cesto lleno de cielo rojo y mar azul, mientras que desde las profundidades surgía un hermoso y melancólico canto de sirenas.
Y ella comenzó a ir a buscarlo todas las tardes a la orilla del mar. Nunca supo que él estaba siempre contemplándola desde la línea del horizonte, allí donde se confunde indisoluble el carmesí del cielo con el azul del mar, cuidando de que, mientras ella estuviese en la playa, permaneciesen mudas las sirenas.
Por su parte, ella no podía pasar por alto que él era el ser más feliz del Universo cada vez que lograba satisfacer alguno de sus deseos por muy triviales que éstos fuesen. Así que, aunque en numerosas ocasiones ella buscaba el modo de expresarle lo que para él era ya evidente, esa imposibilidad de que entre ellos pudiese crecer el amor algún día, sin haberlo pactado iniciaron un ritual por el cual ella no dejaba periódicamente de pedirle pequeñas cosas, asuntos intrascendentes que sabía que a él no le supondrían demasiado esfuerzo. Pero, con el paso del tiempo, creyó observar que aquellas pequeñas peticiones ya no eran suficientes para él. Para tratar de complacerlo y poder continuar otorgándole esos instantes de felicidad, comenzó a solicitarle cosas cada vez más difíciles de alcanzar.
En esa espiral creciente que ella creía haber descubierto en él, como la de aquellos individuos que se habitúan a una droga y necesitan progresivamente más y más, una tarde de invierno le pidió que le trajese el mar, pensando que, tal vez, al no poder hacerlo, terminaría por romperse aquel círculo vicioso en el que habían caído y que estaba convencida de que a él le suponía un tormento que se tornaba más y más insoportable a medida que pasaba el tiempo. Pero a la mañana siguiente él llegó envuelto por una gran tempestad y a lomos de una gigantesca ola azul, empapado de espuma y de sal, y cargado con un gran cesto lleno de caracolas, cantos de sirenas y estrellas y caballitos de mar. No sólo había logrado llevarle el mar, sino que él mismo se había transformado en mar para ella.
En otra ocasión le pidió un cielo rojo y él encerró el más hermoso crepúsculo en un espejo que construyó en el interior de sus ojos con afilados rayos de luna y estrellas. Desde entonces, cada vez que él la miraba le regalaba el rojo cielo crepuscular que había instalado en su mirada ya herida para siempre.
Y así, día a día las peticiones fueron tornándose más y más imposibles, pero él siempre lograba satisfacerlas arrojando retazos de realidad a un crisol de luz en el que, tras una alquimia agotadora y sofocante, los trasformaba con la poderosa magia de los sueños. Era todo un soñador.
De este modo llegó un día en el que ella ya no supo que pedirle para que fuese suficiente para proporcionarle aquellos breves instantes de intensa felicidad. Y terminó por pedirle que dejase de amarla. Y ya nunca más volvió a saber de él.
Sólo entonces comprendió que él aceptaba amarla sin ser correspondido y que lo único que quería era poder construir y compartir su sonrisa. Porque la amaba, sólo por que la amaba. Como nunca había amado ni nunca podría amar a nadie.
Con el tiempo se extendió la leyenda de que cuando la mar estaba más encrespada, durante el crepúsculo, a veces, se veía vagar por la playa a un fantasma solitario con un gran cesto lleno de cielo rojo y mar azul, mientras que desde las profundidades surgía un hermoso y melancólico canto de sirenas.
Y ella comenzó a ir a buscarlo todas las tardes a la orilla del mar. Nunca supo que él estaba siempre contemplándola desde la línea del horizonte, allí donde se confunde indisoluble el carmesí del cielo con el azul del mar, cuidando de que, mientras ella estuviese en la playa, permaneciesen mudas las sirenas.