El extraño
Hay personas con un gran corazón, pero que, a fuerza de ver defraudadas tantas segundas oportunidades concedidas, terminan por ocultarlo celosamente tras la dura costra que van fabricando con el tiempo y los coágulos de la sangre vertida desde sus heridas. Y llega un día a partir del cual dejan de otorgarse una nueva oportunidad para el afecto y la ternura.
Elvira caminaba bajo la lluvia sin pensar en nada. Años de aprendizaje y férrea disciplina habían obrado en ella el prodigio de permitirle estar cuanto tiempo quisiera sin hacerlo. Y ya casi nunca pensaba, sus recuerdos eran tan dolorosos que, de hacerlo durante demasiado tiempo, habría terminado por volverse loca. Su paso era firme y seguro y, como siempre, iba con la miraba fija en sus zapatos sin reparar en nada de lo que iba dejando atrás en su transito sin rumbo ni destino. Le gustaba caminar en los días de lluvia sintiendo sólo el chapotear de sus pasos sobre los charcos.
Pero, esta noche, el tropiezo inesperado con una botella sumida en las sombras iba a sacarla de su letargo.
- ¡Vaya!, acaba de hacerme añicos la botella de tinto. Era un rioja gran reserva. ¿Sabe?, hacia años que no me llevaba a la boca nada igual -dijo una voz que imaginó curtida por mil años de frío, alcohol y tabaco.
Aunque se cobijaba también bajo la sombra que había motivado aquel tropiezo, Elvira pudo vislumbrar la imagen confusa de aquel hombre. Llevaba un abrigo que debía tener el color de la mugre perpetua y una barba que se adivinaba grasienta y le llegaba casi al vientre. Aparentaba tener unos sesenta años. Aunque los marginados que viven en la calle suelen aparentar todos tener al menos esa edad.
- Usted perdone, no fue mi intención –dijo Elvira mientras sacaba del bolso un billete de 20 euros y hacía ademán de entregárselo como compensación por el estropicio.
En ese instante la luz de los faros de un coche iluminó aquel rostro hundido en las tinieblas, descubriéndole unos ojos que, aunque con la mirada perdida, le resultaron familiares.
- ¡Manuel! ¡Dios mío! ¿Qué haces aquí tirado en medio de la calle? ¡No sabes durante cuantos meses te estuve buscando!
El hombre permaneció inmóvil y en silencio. No sólo había quedado muda su voz, sino que también parecían haber enmudecido sus gestos y hasta aquellos ojos verde oscuros que Elvira había creído reconocer.
- ¡Pero Manuel! ¿Es qué no me reconoces? ¡Soy Elvira!
El hombre comenzó entonces a toser áspera y brutalmente. Parecía que se le fuese a salir cada una de sus vísceras por la boca y hasta por aquellos ojos que ahora debían estar profundamente inyectados en sangre. Tras unos segundos, que a Elvira le resultaron interminables, logró recuperar parcialmente el aliento y dijo con dificultad:
- Lo siento… señora… pero no creo que usted y yo… nos conozcamos. En cualquier caso… desgraciadamente, soy ciego de nacimiento y… difícilmente podría reconocerla.
- ¡Disculpe!, no había reparado en ello.
- No se preocupe, señora, de noche… y con esta lluvia es comprensible.
- Está bien. Adiós Y perdone de nuevo por haberle roto su botella –dijo Elvira mientras cambiaba el billete por uno de 50 euros y se lo dejaba al hombre entre sus frías y temblorosas manos.
- Muchas gracias, señora, muchas gracias.
- Adiós, adiós.
El hombre la siguió con su mirada cuajada de lágrimas hasta que volvió a perderse para siempre entre la lluvia, rememorando, como hacía casi constantemente, aquellos días en que Elvira, cada vez que se encontraban, para tratar de evitar el dolor, se marchaba de su lado como si fuera un extraño, condenándolo y condenándose a que ya lo tuviesen que ser para siempre.
Elvira caminaba bajo la lluvia sin pensar en nada. Años de aprendizaje y férrea disciplina habían obrado en ella el prodigio de permitirle estar cuanto tiempo quisiera sin hacerlo. Y ya casi nunca pensaba, sus recuerdos eran tan dolorosos que, de hacerlo durante demasiado tiempo, habría terminado por volverse loca. Su paso era firme y seguro y, como siempre, iba con la miraba fija en sus zapatos sin reparar en nada de lo que iba dejando atrás en su transito sin rumbo ni destino. Le gustaba caminar en los días de lluvia sintiendo sólo el chapotear de sus pasos sobre los charcos.
Pero, esta noche, el tropiezo inesperado con una botella sumida en las sombras iba a sacarla de su letargo.
- ¡Vaya!, acaba de hacerme añicos la botella de tinto. Era un rioja gran reserva. ¿Sabe?, hacia años que no me llevaba a la boca nada igual -dijo una voz que imaginó curtida por mil años de frío, alcohol y tabaco.
Aunque se cobijaba también bajo la sombra que había motivado aquel tropiezo, Elvira pudo vislumbrar la imagen confusa de aquel hombre. Llevaba un abrigo que debía tener el color de la mugre perpetua y una barba que se adivinaba grasienta y le llegaba casi al vientre. Aparentaba tener unos sesenta años. Aunque los marginados que viven en la calle suelen aparentar todos tener al menos esa edad.
- Usted perdone, no fue mi intención –dijo Elvira mientras sacaba del bolso un billete de 20 euros y hacía ademán de entregárselo como compensación por el estropicio.
En ese instante la luz de los faros de un coche iluminó aquel rostro hundido en las tinieblas, descubriéndole unos ojos que, aunque con la mirada perdida, le resultaron familiares.
- ¡Manuel! ¡Dios mío! ¿Qué haces aquí tirado en medio de la calle? ¡No sabes durante cuantos meses te estuve buscando!
El hombre permaneció inmóvil y en silencio. No sólo había quedado muda su voz, sino que también parecían haber enmudecido sus gestos y hasta aquellos ojos verde oscuros que Elvira había creído reconocer.
- ¡Pero Manuel! ¿Es qué no me reconoces? ¡Soy Elvira!
El hombre comenzó entonces a toser áspera y brutalmente. Parecía que se le fuese a salir cada una de sus vísceras por la boca y hasta por aquellos ojos que ahora debían estar profundamente inyectados en sangre. Tras unos segundos, que a Elvira le resultaron interminables, logró recuperar parcialmente el aliento y dijo con dificultad:
- Lo siento… señora… pero no creo que usted y yo… nos conozcamos. En cualquier caso… desgraciadamente, soy ciego de nacimiento y… difícilmente podría reconocerla.
- ¡Disculpe!, no había reparado en ello.
- No se preocupe, señora, de noche… y con esta lluvia es comprensible.
- Está bien. Adiós Y perdone de nuevo por haberle roto su botella –dijo Elvira mientras cambiaba el billete por uno de 50 euros y se lo dejaba al hombre entre sus frías y temblorosas manos.
- Muchas gracias, señora, muchas gracias.
- Adiós, adiós.
El hombre la siguió con su mirada cuajada de lágrimas hasta que volvió a perderse para siempre entre la lluvia, rememorando, como hacía casi constantemente, aquellos días en que Elvira, cada vez que se encontraban, para tratar de evitar el dolor, se marchaba de su lado como si fuera un extraño, condenándolo y condenándose a que ya lo tuviesen que ser para siempre.