El destino nos ata y nos desata
(Confieso que aún no he leído el poemario de Juan Calderón. No obstante, confío plenamente en el criterio y buen gusto poético de Elena, amiga que ha dado a luz a esta reseña).
DESDE el endecasílabo del título hasta el último verso del poemario, entre las citas que encuadran y desenmascaran cada una de sus tres partes, equilibradas tanto en número de versos como en esperas y encuentros, el último libro del escritor Juan Calderón Matador, que exquisitamente y con el cariño de siempre edita Ediciones Cardeñoso desde el castro de Vigo, nos sumerge en una poesía íntima y sensual en la que sentirnos náufragos y a la vez rescatados. Es difícil, al tomarlo entre las manos, hacer una pausa, apartar la vista de sus apenas ochenta páginas, dejar de leer y releer sin abandonarnos a su ritmo, a esa sucesión sonora de versos libres pero sujetos férreamente al acento que los guía y los conduce.
El poemario El destino nos ata y nos desata, prologado por otro poeta no menor, Blas Pizarro, no deja nada al descuido. Su primera parte, "La inquietud de la espera", nos mantiene precisamente expectantes, que no inquietos, desde sus citas de Benavente o de Cernuda, y, ya en su primer poema, "Corriente", cuyos versos, como las aguas del río, nos mecen y nos sitúan frente a "ese destino que nos ata" y nos arrastra, como los hados antiguos, al resto de la vida, se aprecia a un escritor que bebe de las fuentes clásicas y se sienta, al mismo tiempo, junto al resto de sus contemporáneos. Porque Juan Calderón Matador renueva en sus poemas los símbolos eternos de la literatura universal, y así aparecerán: el agua, modelando al hombre ("Lluvia") o zarandeándolo ("Torrentera"), o incluso entorpeciéndolo ("Llanto"); el fuego como pasión en "Pavesas" o en "Incendio"; el laberinto como punto de inicio...; metáforas inamovibles por las que el autor opta como en un reconocimiento de las ataduras del hombre y, por qué no, del escritor.
Algún crítico avezado podría decir que quizás las imágenes y los símbolos de Juan no son originales. Sin embargo, estoy segura de que, tal como lo afirme, no podrá negarse que su poesía de sentimientos y vivencias no necesita nada más. Son las palabras justas para transmitir la única verdad: la inquietud del Hombre ante su destino, la extraña sensación de haber vivido, la necesidad de encontrar y encontrarse. Y, por supuesto, y remedando a san Pablo, «por encima de todos ellos, el Amor».
Porque si el autor se mantiene coherentemente en sus imágenes y en ciertas palabras que se repiten con obsesión no es por pobreza léxica o por cansancio, sino para dejarnos las pistas, las "Señales", las "Claves" y los "Signos" que nos hablen de sus prejuicios y sus miedos, sus estados del alma, desde la "Espera" al "Regreso", desde la quietud y la entrega de sus primeros poemas al movimiento para cumplir al fin su "misión oculta bajo el fémur" con que cierra el poemario en un "Pacto" solemne.
La poesía de El destino nos ata y nos desata es una poesía íntima, en que apenas asoman el poeta y otro ser incierto y amoroso al que busca y con el que comulga en encuentros sucesivos. Y es también una poesía visual, en la que el color nos acompaña como una faceta más de su polifacético autor, que no solo dibuja con palabras, sino también con pinceles, con luces y sombras. Y es, por último, una poesía elemental, en la que los elementos confluyen continuamente: agua en forma de río, de lágrima; tierra por la que viajar o retozar; fuego en el que quemarnos; aire que nos transmita la voz y las imágenes, y los olores, también, de su pasado. No en vano el autor, viviendo en Madrid, deja rezumar los aromas y sabores de su niñez ("Olor"), de todas sus vidas anteriores en una mezcla de recuerdo y deseo, en una profusión de versos distribuidos en su justa medida, en frascos a veces diminutos y frágiles que es preciso leer en voz muy baja para no despertar de su hermosa atadura.
Por ser diminutos y concisos, hasta los títulos son un ejemplo de contención, un signo inequívoco de su búsqueda de la palabra exacta y atinada, de comunicar, al fin, que para eso escribe el Hombre. Muchos de sus poemas se centran precisamente en la palabra: "Libretos", "Signos", "Claves", "Grito", "Nombre"...; una necesidad de encontrar respuesta a las "Trampas" y los "Enigmas" a los que es preciso en la vida, como en el "Laberinto" del amor, enfrentarse. Y encontrar la salida.
Sin embargo, muchos de sus poemas nos sumergen en la desesperanza, como "Luz", donde, contrariamente a lo que el lector pudiera pensar, se nos presenta a un suicida sereno. O el siguiente, "Grito", donde también nos enfrenta a la muerte. No ha de ser casualidad que sus poemas más tristes se concentren en esa segunda parte, "Los que fuimos antes de que la barca cruzase a la otra orilla", donde, como un ave fénix, el poeta decide finalmente renacer, sin saber "cuándo el reloj, cuál el calendario", para cerrar definitivamente el círculo con el encuentro definitivo que se augura en las citas de Walt Whitman o Leopoldo Panero con que se abre su tercera parte, donde al fin reconoce las "Señales" y descifra los "Mensajes", donde al fin reconoce la vida en "torrentera apacible" "como un racimo dulce de ternura", donde al fin ha llegado a la tierra prometida ("que el nómada que era/ halló su palmeral definitivo").
Solo queda decir que la lectura de este breve poemario es dulce, deliciosa, apacible aun en sus veros más duros; cosa que los lectores más sensibles agradecemos: aquellos que creemos que las artes deben ser, por encima de todo, estéticas, placer visual y sensorial. Belleza, en definitiva.
Esperamos los lectores que no considere Juan que con ese "Cerrando el círculo", donde aún sus temores antiguos, y los del otro, se hacen carne ("Este miedo me viene de otro siglo"), aunque se sobrellevan mejor en compañía, puede dar por terminado su trabajo. Estamos seguros de que, después del deseado encuentro, se seguirá sintiendo impelido a emprender un nuevo viaje poético.
Elena Marqués Núñez
Gracias por la publicación de esta reseña de Elena Marqués.
Saludos afectuosos.