Complicidad y ejemplo
Cuando Pablo regresó del trabajo, Lucía ya estaba en casa. Vestía un pantalón de lino de color verde limón y una camiseta blanca de algodón con un lema serigrafiado en el pecho: “No a la guerra”. Era uno de sus uniformes de paz.
- ¡Vaya! Veo que te marchas de nuevo. No me habías dicho nada.
- Sí; es que me acaban de llamar, ya sabes que esto a veces funciona así. Te ruego que me disculpes, pero es un asunto urgente. Hoy vuelves temprano; como pensaba que me tendría que ir antes de tu regreso, como en otras ocasiones he dejado a las niñas en casa de Elvira.
- Ya –dijo Pablo, con un evidente tono de tristeza, mientras servía dos cafés de la cafetera recién preparada por Lucía.
- ¿Qué ocurre?, Pablo, ¿algo va mal?
- No, no pasa nada, Lucía... sólo es que… verás, no sé… no sé muy bien cómo explicarlo –respondió Pablo de forma entrecortada, insegura y nerviosa.
- ¡Por Dios, Pablo! Tranquilízate, nunca te había visto con tantos nervios, ni el mismo día de nuestra boda. ¡Tranquilízate, hombre, tranquilízate! Ya sabes que puedes contarme cualquier cosa que te angustie y que yo siempre trataré de entenderte –respondió Lucía, mientras a toda prisa iba metiendo en una bolsa deportiva todo lo necesario para el fin de semana que debía pasar fuera.
- Está bien, verás; ya sabes que pienso que tú eres una gran persona y una compañera y una madre excelente, pero, después de tantos años, no puedo evitar sentirme muy triste y hasta un poco abandonado durante tus frecuentes salidas. Después, cuando reflexiono, me doy cuenta de que no es así, de que por lejos que estés siempre nos llevas en tu corazón y en tus pensamientos, y de que no dejas de echarnos de menos ni un solo instante. Pero lo que no puedo evitar pensar es que, probablemente, estés quemando tu vida para nada y que, tal vez, pudieras aprovecharla mejor y ser más feliz quedándote más con nosotros. ¿Es qué no te has dado ya cuenta de que, por mucho empeño que pongas, nunca podrás cambiar el mundo?
Lucía interrumpió entonces la preparación de su escaso equipaje, para, con una sonrisa en los labios y una gran tristeza en los ojos, acercársele y besarlo en la mejilla -nunca antes, quizá, un beso en la mejilla pudo haber transmitido tanto amor-, tras lo cual le dijo con dulzura, pero con una gran firmeza:
- Ya sé, Pablo, que tú y yo nunca conseguiremos cambiar el mundo, siempre lo he sabido. Pero no puedo dejar de intentar que el día de mañana, cuando faltemos, nuestras hijas sigan nuestro ejemplo, nuestro sacrificio solidario, tanto o más tuyo que mío, al igual que nosotros hemos seguido el ejemplo de nuestros padres. Pero, incluso, aunque esto no lo lograse, me sería suficiente con comprobar, en el último instante de la vida, que hemos logrado no cambiar nosotros. No, Pablo, mi intención última no es cambiar el mundo, sino que no cambies tú y no cambiar yo. Creo que, sólo con eso, habríamos conseguido mantener hasta el final la esperanza.
Pablo la estrechó entre sus brazos con fuerza, para después, con una sonrisa en los ojos y en un silencio que lo decía todo, terminar de prepararle el equipaje.
- ¡Vaya! Veo que te marchas de nuevo. No me habías dicho nada.
- Sí; es que me acaban de llamar, ya sabes que esto a veces funciona así. Te ruego que me disculpes, pero es un asunto urgente. Hoy vuelves temprano; como pensaba que me tendría que ir antes de tu regreso, como en otras ocasiones he dejado a las niñas en casa de Elvira.
- Ya –dijo Pablo, con un evidente tono de tristeza, mientras servía dos cafés de la cafetera recién preparada por Lucía.
- ¿Qué ocurre?, Pablo, ¿algo va mal?
- No, no pasa nada, Lucía... sólo es que… verás, no sé… no sé muy bien cómo explicarlo –respondió Pablo de forma entrecortada, insegura y nerviosa.
- ¡Por Dios, Pablo! Tranquilízate, nunca te había visto con tantos nervios, ni el mismo día de nuestra boda. ¡Tranquilízate, hombre, tranquilízate! Ya sabes que puedes contarme cualquier cosa que te angustie y que yo siempre trataré de entenderte –respondió Lucía, mientras a toda prisa iba metiendo en una bolsa deportiva todo lo necesario para el fin de semana que debía pasar fuera.
- Está bien, verás; ya sabes que pienso que tú eres una gran persona y una compañera y una madre excelente, pero, después de tantos años, no puedo evitar sentirme muy triste y hasta un poco abandonado durante tus frecuentes salidas. Después, cuando reflexiono, me doy cuenta de que no es así, de que por lejos que estés siempre nos llevas en tu corazón y en tus pensamientos, y de que no dejas de echarnos de menos ni un solo instante. Pero lo que no puedo evitar pensar es que, probablemente, estés quemando tu vida para nada y que, tal vez, pudieras aprovecharla mejor y ser más feliz quedándote más con nosotros. ¿Es qué no te has dado ya cuenta de que, por mucho empeño que pongas, nunca podrás cambiar el mundo?
Lucía interrumpió entonces la preparación de su escaso equipaje, para, con una sonrisa en los labios y una gran tristeza en los ojos, acercársele y besarlo en la mejilla -nunca antes, quizá, un beso en la mejilla pudo haber transmitido tanto amor-, tras lo cual le dijo con dulzura, pero con una gran firmeza:
- Ya sé, Pablo, que tú y yo nunca conseguiremos cambiar el mundo, siempre lo he sabido. Pero no puedo dejar de intentar que el día de mañana, cuando faltemos, nuestras hijas sigan nuestro ejemplo, nuestro sacrificio solidario, tanto o más tuyo que mío, al igual que nosotros hemos seguido el ejemplo de nuestros padres. Pero, incluso, aunque esto no lo lograse, me sería suficiente con comprobar, en el último instante de la vida, que hemos logrado no cambiar nosotros. No, Pablo, mi intención última no es cambiar el mundo, sino que no cambies tú y no cambiar yo. Creo que, sólo con eso, habríamos conseguido mantener hasta el final la esperanza.
Pablo la estrechó entre sus brazos con fuerza, para después, con una sonrisa en los ojos y en un silencio que lo decía todo, terminar de prepararle el equipaje.