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Apurado perfecto

Como cada tarde de los viernes, Eduardo se afeitó concienzudamente –tenía una barba recia y poblada-, tomó una larga ducha de agua fría y se vistió con el traje gris marengo –su único traje- que usaba sólo para aquellas ocasiones que consideraba muy especiales. Tomó en Chapina el autobús que unos minutos más tarde lo dejaría justo enfrente del antiguo Hospital de las Cinco Llagas, actualmente sede del Parlamento de Andalucía, y con paso firme, mientras lo iba calando una torrencial lluvia de abril –Eduardo odiaba los paraguas-, cruzó la avenida en dirección al Hotel Macarena.

Una vez allí subió las escaleras a toda prisa hasta llegar al descansillo que daba entrada a la tercera planta, donde se detuvo unos instantes a fin de recobrar el aliento, para después recorrer, ahora ya con parsimonia, el pasillo que conducía hasta la puerta de la habitación 316 que, como cada viernes a las diez en punto de la noche, permanecía levemente entreabierta. Entró y cerró con llave.

Sobre la cama resplandecía, completamente desnuda, la belleza inigualable de Lucía. Sin mediar palabra Eduardo se abalanzó sobre ella del mismo modo en que lo haría un animal salvaje y hambriento y comenzó a repetir, sin olvidar un sólo detalle, el mismo ritual de siempre, pero cuando besó la mariposa azul que llevada tatuada Lucía junto al pezón izquierdo, ésta, en lugar de gemir como hacía de costumbre igual que una endemoniada, sólo alcanzó a decir, quebrando por primera vez el silencio que los envolvía pegajoso desde que iniciaron su relación:

-¡Ay! ¡Pinchas!

A pesar de tratarse de un detalle tan insignificante, tal vez sin contenido alguno, Eduardo sintió, turbado, que tal vez la estuviera perdiendo y una tristeza plúmbea le recorrió dolorosamente el espinazo. Más tarde fornicaron con inusitada violencia; en ese territorio mágico de los sentidos donde se mezclan indisolubles el dolor y el placer más intensos. Tal y como gustaba a Lucía.

Cada noche de cada uno de aquellos viernes, que repetían desde hacía ya más de seis años, podría haber sido una excelsa sinfonía de encuentro y comunicación sin palabras, de no ser porque los códigos que cada uno de ellos utilizaba para tratar de descifrar aquella atronadora conversación que ejecutaban sus sentidos eran radicalmente opuestos. Él, en cada caricia, en cada mordisco, en cada grito incontenible de Lucía, trataba de descubrir el amor, en un deseo permanente por trascender aquella precariedad de sentimientos que lo torturaba, en tanto que ella, con cada azote, con cada penetración, con cada chorro de cálido semen deslizándose sobre su vientre, sobre sus pechos o por el interior de su boca, sólo buscaba satisfacer sus ansias incontenibles de sexo orgiástico y multiorgásmico, en un intento desesperado por tratar de salir durante unas horas del pesado aislamiento, rayano con la incomunicación más absoluta, al que, por motivos que desconocía Eduardo, se aferraba tratando de evitar cualquier tipo de sufrimiento o estímulo procedente del exterior. Sólo las noches de los viernes se permitía contaminarse un poco del mundo y de la vida. Pero sin perder un ápice de su independencia.

En el camino de vuelta a su casa que, a pesar de la distancia, hizo caminando, no dejaron de sonar por un instante en la cabeza de Eduardo aquellas dos breves exclamaciones de Lucía; ¡Ay! ¡Pinchas! ¡Ay! ¡Pinchas! ¡Ay! ¡Pinchas! ¡Ay! ¡Pinchas!…

El viernes siguiente, Eduardo, por primera vez no acudió a la cita. En la mañana del sábado, la mujer que le hacía la limpieza y le planchaba la ropa lo encontró muerto en el cuarto de baño en mitad de un gran charco de sangre y con el rostro en carne viva. En su mano izquierda aún asía, con esa fuerza de la que sólo son capaces los cadáveres, una maquinilla desechable de afeitar.

La habitación 316 nunca ha estado vacante desde entonces, a pesar de lo cual siempre permanece cerrada, inhabitada. Nadie, de los pocos que la conocían, ha vuelto a saber de Lucía.