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El Matadero

Sobre las calles de mi barrio nunca llueve. Y si lo hace, al día siguiente, el polvo convierte en arenas del desierto la memoria inmediata. El gris polvoriento y seco en las fachadas evidencia el abandono de la vida que llenó las casas posiblemente alguna vez. Cuando algún árbol incauto se obstina en crecer, el vecindario corre a cortarlo, no sea que una leve reivindicación de vida remueva alguna conciencia. O, más en el terreno de lo práctico, por evitar que la multitud de coches que inunda sus calles se vea manchada por los efectos de la digestión de la avifauna. Mi barrio es, en resumen, mucho coche y mucho polvo: principales efectos del desarrollo químico.
La gente de mi barrio resiste aquí más por apatía que por necesidad y se sienta a ver pasar los pocos trenes que nos quedan como reafirmación a su ilusoria idea de progreso. Paisaje con tren agonizante, en vía estrecha, con bombardeo tierra-aire al fondo. El matadero, quién supo ponerte nombre…
Mi bario es la trastienda de la ciudad, el borde de la urbe, el principio y el fin de la resignación, el sótano al final de la escalera municipal, adonde casi nadie se atreve a asomarse, el filo de la navaja del yeso de la marisma asesinada. Es un parque infantil sembrado de trozos de cristal, alternativa a la triste sequía juvenil.
Sólo unos metros más arriba, por donde pasan autobuses y coches de riego, hacen guardia las meigas y santa ana en perfecta comunión, el bien y el mal de las realidades encubiertas.