Cardiopatías
El corazón es digno de una hormona, que podría llamarse amor y que fuera capaz de controlar el nivel de respeto y felicidad en sangre. Si así fuera, no quiero ni pensar qué habría sido de las rimas de Bécquer. Tal vez se hubiesen salido de madre, de estrofa quiero decir. O a lo mejor en vez de poeta se hace cardiólogo. Y quién sabe si Valentín Fuster no se hace a cambio poeta y transplanta versos de un lado a otro, curando aneurismas a golpe de palabras oportunamente colocadas.
Si el corazón pudiera segregar amor y equilibrar ya digo los niveles de honestidad y consideración, podríamos tratarlo como se merece un órgano generoso con el cuerpo que lo sustenta. Se podría incluso "fabricar" una hormona que sustituyera al amor natural, en los abundantes casos de enfermos carenciales de tal sustancia, y tal vez incluso estaríamos todos más pendientes también de ese parámetro cuyo valor se haría evidente en el cuerpo de alguna manera. Y así, por ejemplo si a algún presidente de algún país le bajaran de pronto los niveles de amor y se evidenciara con unas ganas incontrolables de bombardear a un pueblo lejano –por supuesto-, pues se le pudiese ingresar en el hospital más cercano e inyectársele en vena unas cuantas dosis del amor más puro. Hasta que se le estacionara en el índice normal la hormona del corazón.
Todos y todas habríamos salido ganando si el Gran Hacedor llega a caer en tamaño detalle, pero, ya vemos, le prestó más atención al hígado y su bilis tan amarga –no quiero decir con esto que carezca de importancia, por dios-. Estaríamos provistos de indicadores de empatía y en cuanto nos sintiéramos tentados de aparcar en una zona de acceso a minusválidos o fuéramos cómplices de un acoso laboral, iríamos urgentemente a la farmacia más próxima a por nuestra dosis de amor en tarrito y volver con las venas henchidas de interés positivo y cortesía.
Lo malo es que el corazón es sólo un músculo frío que se mueve por inercia, frágil al tabaco y al CO2, pero que de amor, de ese sentimiento generosamente hermoso, sabe lo que el riñón izquierdo. No nos engañemos.
Precioso, maría, aunque, como ya te dije, hayas destrozado un montón grande de mis pésimos poemas, y, lo que es peor, unos buenos pocos, también, de grandes poetas.
Y es una pena, o no, que las grandes compañías farmacéuticas no investiguen para tratar de sintetizar esa hormona artificial de amor. Debe ser que el odio, que casi les sale gratis, les deja muchos más dividendos.
Un beso, amiga. Te quiero.
(Sin necesidad de que venga un químico a descubrir ningún elixir milagroso. Quizá sea mejor así, y seguro que tiene mucho más valor, aunque la glándula que segrega el cariño no esté en el corazón ni en ningún otro sitio conocido. Dejemos, pues, a los poetas, que continúen hacéndonos volar con esa metáfora maravillosa).