TAZOS Y BOLSILLOS
Era primavera y salíamos del Beach Club de Benalmádena, Málaga. Giré la cabeza y sorprendí a mi hijo de dos años acunando un par de tazos en la almohadilla de sus manos. Intentaba -con relativo éxito- esconderlos en el bolsillo de su pantalón vaquero. Sus movimientos eran toscos, poco ejercitados en el arte de escudriñar las oquedades. Con su piel tostada y rosa, el pelo castaño alborotado, se encorvaba y parecía un James Dean de Jardín de Infancia. Mi hijo había descubierto la existencia del bolsillo compañero. Envidié privadamente ese instante de bucanero que despeja la guarida del tesoro, ese gesto de alquimista de lo íntimo, esa infancia de revelaciones suntuosas. Qué pinta de chulazo satisfecho cuando tocaba los tazos desde fuera, por encima de la tela del vaquero. Comprobaba con la magia intacta que permanecían dentro del bolsillo, sin caerse, como sonajeros mudos. Marcos no lo sabe, pero comienza a educarse en el coleccionismo de bolsillo. El día de mañana, si se porta bien, manejará su paga semanal. Acumulará tazos normales, de reverso azul y tuneados; súper tazos de color verde, como las moscas golosas a las que arrancará las alas; mega tazos amarillos como soles desplomados; mágic tazos con el rostro de los personajes estridentes de la tele; chiki tazos del color morado de una tentadora y guarra golosina; máster tazos, tan grandes que apenas caben en la mano abierta. Marcos bajará a la calle y escarbará en los bolsillos, como un arqueólogo minúsculo y mundano. Acumulará ramitas que pondrá a navegar en los charcos grises. Un martes en el recreo se pringará con una moneda de chocolate derretida. Una estrella azul de boli reventado manchará la esquina del bolsillo. Aparecerán anónimas pelusas sin origen cierto. Su madre lavará los pantalones y desgraciará el cromo con la imagen de su mediapunta favorito. Encontrará la mecha rota de un petardo. Los días de gimnasia que se aburra en clase, meterá la mano en el bolsillo del chándal y se frotará la polla. Nadie notará que se inspira en la maestra más cañera. Las primeras llaves de casa rasgarán la fina tela del bolsillo. Olvidará que guardaba un billete de cinco euros en el peto vaquero de moda. Aquella chica de sonrisa azucarada introducirá un papel -que extraviará- con el número de móvil anotado. El día de la boda de su hermana, probablemente estrene un traje de bolsillos amplios, idóneos para albergar el arroz admirativo. Le prepararé un bocata para ir al baloncesto. Arrugará el papel de aluminio hasta hacer una bolita. La protegerá en su bolsillo. Saldrá del pabellón y, con depurada mecánica de tiro, la encestará en la papelera más lejana. Yacerá en la playa con una hembra muy sincera, entregada al roce de su voz de pana. Lo auxiliará el bolsillo con el látex deseado. Una baraja de cartas lo salvará en las lluviosas noches en la sierra. La presión de la cartera marcará su huella en el bolsillo trasero. Sonreirá al paso del desafiante peine de un lolailo. Descubrirá la chupa de cuero y las cremalleras; los botones interiores de la chaqueta. Cobijará las manos frías, la lista de la compra y las notas del próximo relato. Detestará los bolsillos falsos y los que escupen tus secretos y tu ingenio. No comulgará con riñoneras para almacenar mecheros de propaganda. Jugará con los clips de la oficina. Paseará abrazado a su mujer y cuatro dedos en el receptáculo trasero. Vibrará el móvil cerca de los huevos. Pero hoy es lunes santo y salimos a lo loco del Beach Club de Benalmádena, Málaga. Miro a mi hijo de dos años con la mano en el bolsillo, que corre, tropieza con un bordillo, cae y llora arrodillado en el suelo. Repito el gesto meláncolico y aventurado de tantos años. Ya no deposito en mi bolsillo tazos, ramitas o condones. Ahora mis manos reconocen las llaves del coche, dos monedas de dos céntimos y, por fin, el mecanismo más simple, el consuelo de las siestas, el antídoto, un exquisito chupo y blando que apacigua el llanto.