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De la Peña

Umbral nos recuerda que Baudelaire dijo que el dandy debe aspirar a ser sublime sin interrupción. Y a la hora en que pergeño estas oblicuas líneas, Cacuito espera acongojado el debut en la selección absoluta del penúltimo dandy futbolero, del mago del último pase, De la Peña, un jugador de culto, un jugador maldito, un atleta que reúne todas las condiciones para merecer tan elegida distinción. Internacional en todas las categorías inferiores, su dupla con el triunfador Raúl, su mágica erupción de la varita de Cruyff en el Barça, presagiaban una carrera jaleada por el éxito. Un exilio transalpino, una epidemia de lesiones musculares, un penoso paso por ligas menores y el estigma de jugador poco sacrificado en defensa y parco en concentración pareció haber triturado su carrera. Pero la temporada pasada resucitó en el Español. Jugando media temporada repartió más asistencias que visionarios regulares como Figo. Y este curso va de sobresaliente en todas las asignaturas, repartiendo estocadas y entregando sin tachaduras impolutos exámenes de 90 minutos más el tiempo añadido.

Cacuito está acojonado. Porque es un sentimental y mitómano. Hoy espera que De la Peña emerja de la ducha, que esgrima la maquinilla eléctrica, que la dirija a su testa budista, y que antes de comenzar su engorroso afeitado, sus dedos languidezcan y ésta resbale, procurándole un corte en el empeine que lo lesione un poquito, que jamás debute, que no se vulgarice, que la memoria colectiva lo fije como un maldito, como el único auténtico de un fútbol moderno envilecido en sus fondos y en sus formas.