Reencuentro
Caminaba errático, meditabundo y cansado. El calor era intenso y, para tratar de recuperar el aliento, se detuvo un instante en la tímida sombra proyectada por la fachada de la Terminal Municipal de Orientación al Visitante, que ocupaba el local donde antaño se ubicara el bar “Puerta de Jerez”. El interior se encontraba abarrotado de turistas japoneses que, sin dejar de mostrar por un instante sus espléndidas sonrisas y provistos con orgullo de sus típicas cámaras holográficas de última generación, no paraban de echarse aire con los folletos turísticos a modo de improvisados abanicos.
Hacía más de diez años que no sabía nada de Elvira y, aunque entre ellos lo único que hubo siempre fue una historia interminable de renuncias, desencuentros y ausencias, era incapaz de dejar de echarla en falta. Aturdido por el pesado bochorno estival y ya ajeno a todo lo que lo rodeaba, comenzó a pensar en las veces en las que sin duda, cuando tal vez aún habrían estado a tiempo, se habría encontrado con ella en ese mismo lugar en su juventud habiéndole pasado desapercibida; en las ocasiones en las que probablemente se habrían cruzado sus miradas y sus sonrisas por un instante sin que ninguno de los dos le llegase a dar la menor importancia; en los momentos que allí mismo podrían haber compartido entre risas, cervezas y humo de tabaco, si alguna casualidad lo hubiese propiciado; en que tal vez en ese lugar ya inexistente yacía hacía casi cinco décadas su única oportunidad perdida. Después ya siempre fue demasiado tarde.
Súbitamente, el espectro difuso de una voz que le resultó conocida lo sacó bruscamente de su amargo y delirante letargo.
- ¡Hola Manuel! ¡Qué alegría tan grandísima me da verte! Cuanto tiempo, ¿no?
- Sí, el martes pasado hizo diez años –fue lo único que alcanzó a decir, tras tanto tiempo anhelando decirle tantas cosas, mientras sentía el martilleo abrupto de los latidos de su corazón golpeando con fuerza cada uno de los poros de su piel y de sus sentidos.
- ¡Vaya! Me halaga, pero, a la vez, no deja de producirme una gran ansiedad el que lleves tan bien las cuentas. Pero quita esa cara tan seria, parece como si hubieses visto un fantasma. ¡Vamos!, cuéntame, ¿qué ha sido de tu vida?, ¿cómo te encuentras?
- Pues la verdad es que no sé si debería decirte esto, y te ruego, una vez más, que me perdones si, como siempre, te hago daño con mis palabras –hizo una breve pausa para tragar saliva con gran esfuerzo y notablemente apesadumbrado y dubitativo-, pero es que, en este anhelado momento, para ser sincero, lo único que puedo contarte sobre mi vida es que aún te sigo amando con todo mi corazón, que sigues siendo la persona a la que más quiero en el mundo y que, desde hace veintisiete años, no ha habido un solo día en el que no haya llevado permanentemente tu ausencia como una pesada carga en el pensamiento. Eso es todo, creo que es un resumen fiel y bastante completo. No sabes como lo lamento, pero no te puedo contar ninguna otra cosa.
Una emoción intensa enturbió entonces el brilló azul de los ojos de Elvira, que lo abrazó con todas sus fuerzas para, después, besarlo suave y dulcemente en los labios. Manuel alzó su mirada inundada de lágrimas al cielo y, en silencio, suplicó a la nada para que ese inesperado instante de felicidad plena fuese el último de su vida. Pero no recibió respuesta.
Hacía más de diez años que no sabía nada de Elvira y, aunque entre ellos lo único que hubo siempre fue una historia interminable de renuncias, desencuentros y ausencias, era incapaz de dejar de echarla en falta. Aturdido por el pesado bochorno estival y ya ajeno a todo lo que lo rodeaba, comenzó a pensar en las veces en las que sin duda, cuando tal vez aún habrían estado a tiempo, se habría encontrado con ella en ese mismo lugar en su juventud habiéndole pasado desapercibida; en las ocasiones en las que probablemente se habrían cruzado sus miradas y sus sonrisas por un instante sin que ninguno de los dos le llegase a dar la menor importancia; en los momentos que allí mismo podrían haber compartido entre risas, cervezas y humo de tabaco, si alguna casualidad lo hubiese propiciado; en que tal vez en ese lugar ya inexistente yacía hacía casi cinco décadas su única oportunidad perdida. Después ya siempre fue demasiado tarde.
Súbitamente, el espectro difuso de una voz que le resultó conocida lo sacó bruscamente de su amargo y delirante letargo.
- ¡Hola Manuel! ¡Qué alegría tan grandísima me da verte! Cuanto tiempo, ¿no?
- Sí, el martes pasado hizo diez años –fue lo único que alcanzó a decir, tras tanto tiempo anhelando decirle tantas cosas, mientras sentía el martilleo abrupto de los latidos de su corazón golpeando con fuerza cada uno de los poros de su piel y de sus sentidos.
- ¡Vaya! Me halaga, pero, a la vez, no deja de producirme una gran ansiedad el que lleves tan bien las cuentas. Pero quita esa cara tan seria, parece como si hubieses visto un fantasma. ¡Vamos!, cuéntame, ¿qué ha sido de tu vida?, ¿cómo te encuentras?
- Pues la verdad es que no sé si debería decirte esto, y te ruego, una vez más, que me perdones si, como siempre, te hago daño con mis palabras –hizo una breve pausa para tragar saliva con gran esfuerzo y notablemente apesadumbrado y dubitativo-, pero es que, en este anhelado momento, para ser sincero, lo único que puedo contarte sobre mi vida es que aún te sigo amando con todo mi corazón, que sigues siendo la persona a la que más quiero en el mundo y que, desde hace veintisiete años, no ha habido un solo día en el que no haya llevado permanentemente tu ausencia como una pesada carga en el pensamiento. Eso es todo, creo que es un resumen fiel y bastante completo. No sabes como lo lamento, pero no te puedo contar ninguna otra cosa.
Una emoción intensa enturbió entonces el brilló azul de los ojos de Elvira, que lo abrazó con todas sus fuerzas para, después, besarlo suave y dulcemente en los labios. Manuel alzó su mirada inundada de lágrimas al cielo y, en silencio, suplicó a la nada para que ese inesperado instante de felicidad plena fuese el último de su vida. Pero no recibió respuesta.
Tal vez porque la respuesta ya estaba grabada en los labios de Elvira, seguramente enjuagados por alguna lágrima. Afortunadamente la vida está llena de instantes irrepetibles que siempre deseamos sean los últimos.
Un abrazo campeón.