La Telonera
Armilla, en la frontera entre el trece y el catorce de octubre. Tras todo el día debatiendo y aprendiendo acerca de las causas y consecuencias de la especulación, la corrupción y el urbanismo salvaje que nos asolan, unos cuantos de contertulios y contertulias terminamos en un polígono industrial con aspecto de Averno desde alguna de cuyas calles se puede divisar la puerta del inmediato cementerio municipal. Hoy está de moda situar las discotecas, prostíbulos y todo tipo de tugurios sanos o malsanos en estos polígonos supuestamente industriales que, en la realidad que se ha conformado en los mismos, no pasan de ser una extraña mezcla de usos de carácter terciario y lúdico, despojando a las ciudades de otros más de sus espacios de encuentro y llevándoselos al gueto. Junto al cementerio, para que cuando lo colectivo y lo social, agonizantes en este mundo que ha sacralizado el triunfo, la competividad y las zancadillas, mueran, no quede muy lejos el lugar destinado a darles sepultura.
Pero al traspasar las puertas de acceso a la Telonera, el infierno se tornaba en gloria, y el presagio de muerte en una noche llena de vida y sensualidad. Allí nos inundamos de sones y compás flamenco y de charla amigable y sin tapujos, sobre lo humano y lo divino, sobre cosas serias e intrascendentes, con gente amiga a la que muchos no conocíamos ni volveremos a ver, jóvenes de entre 18 y más de 70 años, esa juventud que muchos dicen que está podrida, y que me asombró una vez más con su capacidad de compromiso y su fuerza vital. Violeta Ruiz, al baile, me dejó un sabor de boca para el que mi corazón siempre guardará un rinconcito de añoranza, y Raúl, con unos ojos de tal singularidad y belleza que lo apodan el Sacay, nos regaló su arte de cantaor de raza, sobre el escenario y en un fin de fiesta, ya a puerta cerrada, inolvidable, donde todo el mundo se arrancaba por tangos, fandangos, bulerías y hasta por blus. Guitarras, flautas, cajas, palmas y bandoneones. Sólo eche de menos una media granaína.
Pero a pesar de tanta vida, brindamos durante toda la noche por y con un difunto: el ron Pálido. Ron de caña de la vega de Motril del que apurábamos su última cosecha, pues los munícipes motrileños, al dictado de las ordenes de promotores inmobiliarios, cuya voracidad y avaricia no conocen límite, así lo han decidido, condenando a muerte a una de las pocas señas de identidad auténticas y singulares que van quedando en la comarca.
Si alguna vez pasa por Armilla, no deje de visitar la Telonera, puede que llegue a cambiar la percepción que tenía de muchas cosas y a sentir que la vida merece la pena, que en los lugares y momentos más insospechados puede llegar a sentir el peso leve y fugaz de la felicidad recorriendo sus arterias, aunque al salir se vuelva a reencontrar con el infierno. Y si va a Motril en breve, no deje de visitar su vega y sus plantaciones de caña, aunque sea en el mismo corredor de la muerte donde la Bestia, agazapada, ya está presta para asestarle el zarpazo definitivo.
Pero al traspasar las puertas de acceso a la Telonera, el infierno se tornaba en gloria, y el presagio de muerte en una noche llena de vida y sensualidad. Allí nos inundamos de sones y compás flamenco y de charla amigable y sin tapujos, sobre lo humano y lo divino, sobre cosas serias e intrascendentes, con gente amiga a la que muchos no conocíamos ni volveremos a ver, jóvenes de entre 18 y más de 70 años, esa juventud que muchos dicen que está podrida, y que me asombró una vez más con su capacidad de compromiso y su fuerza vital. Violeta Ruiz, al baile, me dejó un sabor de boca para el que mi corazón siempre guardará un rinconcito de añoranza, y Raúl, con unos ojos de tal singularidad y belleza que lo apodan el Sacay, nos regaló su arte de cantaor de raza, sobre el escenario y en un fin de fiesta, ya a puerta cerrada, inolvidable, donde todo el mundo se arrancaba por tangos, fandangos, bulerías y hasta por blus. Guitarras, flautas, cajas, palmas y bandoneones. Sólo eche de menos una media granaína.
Pero a pesar de tanta vida, brindamos durante toda la noche por y con un difunto: el ron Pálido. Ron de caña de la vega de Motril del que apurábamos su última cosecha, pues los munícipes motrileños, al dictado de las ordenes de promotores inmobiliarios, cuya voracidad y avaricia no conocen límite, así lo han decidido, condenando a muerte a una de las pocas señas de identidad auténticas y singulares que van quedando en la comarca.
Si alguna vez pasa por Armilla, no deje de visitar la Telonera, puede que llegue a cambiar la percepción que tenía de muchas cosas y a sentir que la vida merece la pena, que en los lugares y momentos más insospechados puede llegar a sentir el peso leve y fugaz de la felicidad recorriendo sus arterias, aunque al salir se vuelva a reencontrar con el infierno. Y si va a Motril en breve, no deje de visitar su vega y sus plantaciones de caña, aunque sea en el mismo corredor de la muerte donde la Bestia, agazapada, ya está presta para asestarle el zarpazo definitivo.
Quedamos allí pa las próximas cervezas?