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De la política de territorios protegidos a la protección del territorio (1)

zonas húmedas

los campesinos contemplan las zonas húmedas / (charcas /
dadoras de vida) / como desperdicios abandonados /
por las manos del hombre / (tierra perdida /
para la fértil labranza) / como una deshonesta /
proposición del olvido /

los urbanitas contemplan las zonas húmedas /
(paraísos habitables por intrusos) /
(agua estancada a orillas de los sueños) /
como si la materia fango / (les oliera /
a tercermundista) / como si entre las zonas húmedas /
y ellos / hubiese de por medio una raya equidistante /

los gobernantes contemplan las zonas húmedas /
(con ojos sabihondos de empresarios de la construcción) /
como espacios concéntricos / (vasijas de barro) /
preparadas para recibir el polen que /
derraman en sus fornicaciones los mosquitos /
Eladio Orta (2)


En la actualidad la política de espacios protegidos, a pesar de formar parte del cuerpo general de las políticas medio ambientales a las que conceptualmente se les atribuye un carácter transversal, se lleva a la práctica de forma sectorial y parcial, tanto en el sentido de su expresión o materialización territorial como en el de las estrategias puestas en marcha para tratar de alcanzar el fin que hipotéticamente pretenden.

En primer lugar, la parcialidad de las estrategias de actuación se produce al no propiciarse verdaderas políticas de desarrollo sostenible en el interior de los espacios protegidos que fomenten el aprovechamiento integral de los recursos endógenos a partir de iniciativas de carácter local o comarcal y con contenido social. En este contexto, los Planes de Desarrollo Sostenible que se llegan a redactar, pero que generalmente no se termina de ejecutar, adquieren el mero papel de actuar como instrumento legitimador de una nefasta política permanente de insuficientes subsidios que mantiene encadenadas a las poblaciones locales a un marco clientelar poco favorable al dinamismo socioeconómico, en tanto que las pocas grandes iniciativas de “activación” económica se producen ajenas al contexto social de estos espacios protegidos tanto en la participación de sus habitantes, como en el reparto de beneficios. En estas circunstancias, los habitantes de los espacios protegidos terminan tarde o temprano rechazando el tener que estar “sometidos” a unas figuras de protección que “hipotecan” su futuro y su presente, en tanto que los escasos beneficios generados se fugan hacia el exterior en forma de capital o de recursos naturales y humanos.

Por otra parte, la delimitación de territorios singulares para tratar de garantizar su conservación, tal y como se lleva a la práctica en la actualidad en España, se expresa sobre el territorio dando lugar a la configuración de islas a modo de aparentes “santuarios” aislados, valga la redundancia, sin relación con su entorno, o al menos sin unas mínimas relaciones ecológicas y sistémicas con el mismo, ni con otros espacios protegidos (o con otros que, siendo de una notable calidad ambiental, no gozan de ninguna figura de protección ambiental –esto da una idea de la nefasta arbitrariedad que preside la política de protección de espacios naturales-), por mucho que el concepto de corredores ecológicos haya terminado cobrando una importante dimensión teórica, la cual, dicho sea de paso, es de mucho menor magnitud de lo que se pretende y obtiene insuficientes resultados en la práctica.

No obstante, este carácter de “santuario” es sólo aparente y sus altares son permanentemente profanados para mayor gloria de un modelo desarrollista en el que el productivismo parece ser la finalidad exclusiva.

Esta “profanación” adopta características diferentes dependiendo de que los espacios que, al menos en teoría, se pretende proteger se inscriban, por una parte, en áreas ya muy urbanizadas o con intensos procesos de urbanización o, por otra, en comarcas rurales sometidas a procesos más o menos agudos de despoblamiento.

En las primeras, que tienen su mayor expresión en grandes áreas metropolitanas y aglomeraciones urbanas del interior, así como en la aberrante conurbación que se ha configurado y continúa creciendo como un tumor maligno en el litoral (muy especialmente en las comarcas costeras mediterráneas y sur-atlánticas) al albur de un asalto u abordaje especulativo sin límites, los espacios protegidos se han visto rodeados por un continuo de hormigón y asfalto que los ha terminado por transformar de facto en mero reclamo turístico, en muchas ocasiones con un uso público mal regulado y que supera con creces su capacidad de carga. En este marco de voraz consumo de suelo por usos urbanos sin ningún tipo de planificación sostenible, los espacios naturales acaban jugando el papel de meros jardines botánicos y zoológicos, cuando no el de cloaca y sumidero de todo tipo de sustancias nocivas, al servicio de hoteles y urbanizaciones de lujo que, a veces incluso, llegan a irrumpir en el interior de muchos de estos territorios ante la ambigí¼edad o interpretaciones torticeras de la normativa que regula los usos en el interior de los mismos.

En las áreas rurales, la problemática es diferente y tiene su origen en un proceso con componentes aparentemente contradictorios pero que en realidad vienen a sumar, cuando no a multiplicar sus impactos negativos. Así, paradójicamente, las mayores dificultades para la conservación de estos territorios protegidos, cuando se inscriben en el mundo rural, vienen dadas, de un lado, por las dinámicas de despoblamiento y deshumanización al que se han visto sometidos y, de otro, por la presión humana directa e indirecta provocada por el carácter meramente productivista al que se han visto abocados con el tiempo al ser considerados en la “lógica” del sistema socioeconómico casi exclusivamente como “reservorio” de recursos al servicio del crecimiento, que no desarrollo, de las áreas intensamente urbanizadas del interior y el litoral.

En un pasado no muy lejano, antes de que cobrasen fuerza estos procesos, los pobladores del mundo rural eran, con carácter general y sin excluir casos y procesos particulares susceptibles de producir notables impactos ambientales negativos, parte integrante de los ecosistemas y desarrollaban un aprovechamiento integral y sostenible de los recursos del medio físico en una relación simbiótica que propiciaba beneficios mutuos.

Con la irrupción del productivismo y su ansia patológica por la obtención de un beneficio fácil (entiéndase esto en el ámbito de la macroeconomía y su patente incompatibilidad con una rentabilidad microeconómica de carácter social) y “cortoplacista” que abandona el aprovechamiento de todo lo que no se considera rentable a gran escala, se descomponen las bases sociales y económicas del mundo rural y sus habitantes se ven abocados a la emigración o a vivir permanentemente en el contexto de una economía subsidiada.

En estas condiciones los ecosistemas, abandonadas las prácticas de manejo desarrolladas secularmente por las comunidades rurales, se ven sometidos a un progresivo proceso de pérdida de biodiversidad y variedad y complejidad paisajística que está dando lugar a un profundo deterioro y homogeneización empobrecedora de los mismos. Así, por ejemplo, ricos mosaicos paisajísticos y valles de una inigualable riqueza y belleza van siendo sustituidos respectivamente por grandes extensiones forestales sin solución de continuidad, que bajo la apariencia y denominación eufemística de repoblaciones forestales ocultan su verdadera esencia de cultivos madereros industriales, y por grandes embalses cuyo objetivo es proporcionar agua a las saturadas y congestionadas áreas urbanas interiores y del litoral o a campos de cultivos intensivos con un elevado impacto negativo, tanto por su en muchas ocasiones ineficiente consumo de recursos e insumos, como por su nefasta contribución a la contaminación hídrica.

A estos procesos se suma más recientemente el carácter que se está imprimiendo a las comarcas rurales -y en este caso también a los espacios protegidos inscritos en los territorios intensamente urbanizados- como “reservorio” para la oferta de “ocio” al servicio de los habitantes de las áreas urbanas. Un carácter que, bajo la coartada del desarrollo de un pretendido turismo rural o de la naturaleza asentado en parámetros sostenibles y que, paralelamente, actúe como complemento de las rentas de las poblaciones locales, ya está suponiendo el principio de la traslación de los impactos negativos del turismo de masas a estos ámbitos. Un turismo no formado ni informado y que, imbuido por la concepción mercantilista y privatista que preside nuestra sociedad, ha asumido implícita e irreflexivamente que por el mero hecho de pagar por la utilización de un bien, independientemente de que éste sea común o no, se adquiere el derecho a usarlo –en realidad a abusarlo- sin tener que asumir ningún tipo de responsabilidad ni cautela en su disfrute.

Es más, como reflejo de los contravalores que asume esta mentalidad mercantilista (individualismo, insolidaridad, irresponsabilidad, impunidad), que al “respeto” social por la propiedad privada opone un desprecio soterrado por lo público, por lo “común” (tal vez también como consecuencia de la opinión negativa que durante décadas se ha venido creando en torno a lo comunal, quizá por asimilación del término al satanizado concepto de comunismo), se produce una aun mayor impregnación “social” tanto de la falta de respeto por estos espacios como de la carencia de responsabilidad en su uso. Nos cuidamos mucho de arrojar una colilla al suelo de nuestro salón y, en un contraste brutal con esta práctica, no tenemos ningún escrúpulo en tirarla aun encendida en el ascensor, las escaleras o en la plaza pública de nuestro barrio, sin reparar en que todo ello forma o, para adquirir mayor enriquecimiento social y como personas, debería formar parte de nuestro ámbito vital, de nuestra casa, de nuestro hábitat, de nuestro espacio socio-ecológico.

A toda esta irresponsabilidad, manifestación del ius utendi et abutendi (la propiedad privada o la adquisición del derecho privado de uso de un bien otorga la facultad no sólo para usarlo, sino también para abusar de él), indeseable herencia del derecho romano, es preciso oponer un nuevo modo de entender la propiedad: la posesión de un bien nos legitima para su uso y disfrute, pero en ningún caso puede ser justificación para su degradación y destrucción, impidiendo de este modo que otros puedan disponer de él en el futuro. Se trataría, por lo tanto, de sustituir el concepto de propiedad sin limitaciones por el de usufructo responsable.

Todos estos factores (deshumanización, carácter productivista de las masas forestales, mentalidad ególatra e individualista, irrupción de un modelo de turismo cuya irresponsabilidad forma parte de la profunda ineptitud y falta de criterios sociales que preside el conjunto del ahora hegemónico modelo socioeconómico, etc.), son el catalizador ideal para procesos de deterioro, como pueden ser la erosión y los incendios forestales, ante cuya magnitud y fuerza, cualquier política de protección de espacios naturales acaba resultando ineficaz y fracasando.

De este modo, los espacios protegidos inscritos en comarcas rurales se conservaban mejor y se encontraban más próximos a situaciones de sostenibilidad cuando estaban poblados y eran aprovechados de manera integral y bajo un modelo de desarrollo endógeno, que ahora que han pasado a ser tutelados por las administraciones públicas.

Todo lo expuesto hasta aquí acerca de la deshumanización del mundo rural y de la consecuente saturación de las áreas “urbanas” (aunque tal vez sería mas apropiado llamarlas áreas “inmobiliarias” por apenas compartir los caracteres que definen el hecho urbano), así como sobre las dificultades casi insalvables que este contexto determina de cara a lograr la eficacia de las políticas de protección de espacios naturales, pone de manifiesto cómo este proceso y sus resultados hunden sus raíces en el modelo de “acumulación y desigualdad” capitalista, para el que el territorio, en lugar de ser un elemento vivo y complejo, es sólo un soporte estéril cuya única finalidad es la obtención y concentración de beneficios para unos pocos, con el correspondiente “maleficio” para los muchos. Un modelo de acumulación y desigualdad que tiene su expresión territorial en lo que ha dado en denominarse modelo centro-periferia, que podríamos identificar como la traducción espacial o territorial del “orden” o desorden, que el neoliberalismo necesita para retroalimentarse.

Por lo tanto, el deterioro de los espacios naturales y la ineficacia y el fracaso cierto, a pesar de no haberse evidenciado aun con nitidez, de las políticas dirigidas a su protección, se encuentran estrechamente relacionadas con ese contexto de desigualdad como objetivo del sistema y con el “orden” o, si se prefiere, desorden y tensionamiento que propicia sobre el conjunto del territorio, con la subordinación, en lugar de la complementariedad, de unos territorios respecto a otros, en una relación que adquiere caracteres muy próximos a los que definen el concepto del colonialismo.

Si a estos procesos de desigualdad como objetivo, sumamos el irresponsable y vergonzante laissez-faire del que hacen gala los poderes públicos, obtenemos como nefasto resultado una inexistencia absoluta de verdaderas políticas de ordenación territorial desde instancias públicas, con lo que el territorio se “ordena” o configura en función exclusiva de intereses de mercado que se nutren, a modo de parásitos, de la explotación abusiva de recursos tanto humanos como naturales.

Como se ha podido evidenciar por lo expuesto hasta el momento, las causas y características de la problemática que sufren los espacios naturales son enormemente complejas y profundas; por lo tanto, no admiten soluciones simples y superficiales. No basta con delimitar espacios protegidos y ponerlos bajo tutela pública. Por lo tanto, y sin negar la necesidad de creación de estos espacios protegidos y de una intervención administrativa y específicamente normativa sobre los mismos, para garantizar su protección y conservación, es preciso comenzar a plantear y poner en marcha soluciones y procesos asimismo complejos. Es preciso superar la actual política, parcial y sectorial, de creación de territorios protegidos, para ir configurando una política integral y transversal de protección del territorio.

El instrumento básico al que habrá de acudirse para ello es la ordenación del territorio y el correcto desarrollo y priorización de sus dos estrategias básicas de actuación.

La primera de estas estrategias, que es en la práctica a la que en la actualidad se da más importancia, consistente en tratar de aprovechar al máximo las posibilidades de desarrollo de los territorios con un mayor potencial de crecimiento. Esta estrategia de la ordenación del territorio, que en la actualidad se “desarrolla” con carácter prioritario o exclusivo y sin intervención pública al ser un mecanismo inherente a la dinámica plagada de disfunciones del actual modelo económico, debería pasar a tener un papel secundario y a ser regulada y planificada desde lo público con objetivos socio-ambientales antes que económicos.

Esta planificación pública debería partir, además, de la resolución de una serie de cuestiones ineludibles: ¿En base a qué criterios y con qué objetivos se definen cuáles son esos territorios con un mayor potencial de crecimiento? Y, una vez definidos, ¿dónde se sitúan los límites a ese “máximo” aprovechamiento y, en el conjunto del mismo, cómo se compatibiliza el desarrollo de diferentes sectores económicos entre sí en el marco de la sostenibilidad? En definitiva, se trataría de establecer limitaciones, algo que no se da en la actualidad en la práctica, tanto al crecimiento de las áreas consideradas con mayor potencial como a la extracción de recursos en aquellas otras en las que este potencial es, teóricamente, menor.

De este modo nos comenzaríamos a introducir en la segunda de las estrategias que habría de procurar la ordenación del territorio: avanzar hacia la configuración de un territorio lo más cohesionado y equilibrado posible, algo para lo que es esencial ese establecimiento de límites en el doble sentido expresado. Esta segunda estrategia, que debería ser prioritaria, hoy no sólo es que ocupe un papel secundario, sino que en la práctica no existe, de modo que el territorio se “ordena” en función del automatismo del mercado y ajeno a cualquier fin de carácter socio-ambiental o de “construcción” territorial.

En las áreas rurales estas limitaciones, como ya se ha puesto de manifiesto, deben dirigirse a evitar que se esquilmen irreversiblemente recursos o bien no renovables (por ejemplo con la destrucción de un valle para la construcción de un embalse), o bien recuperables con mucha dificultad y solamente a muy largo plazo, reduciendo a la vez la transferencia de recursos naturales y humanos a otras áreas para potenciar su aprovechamiento endógeno. Sólo partiendo de forma ineludible de esta condición es posible comenzar a hablar de la necesaria rehumanización del mundo rural, que es la pieza fundamental o la piedra angular sobre la que debe y puede girar la conservación y la protección del territorio en estas áreas.

Y, evidentemente, en estas áreas es también imprescindible, partiendo de la citada potenciación del aprovechamiento endógeno de sus recursos, poner en marcha estrategias integrales de desarrollo rural, mediante la ejecución de Planes de Desarrollo Sostenible o instrumentos similares con una orientación radicalmente diferente a la que, por lo general, tienen en la actualidad. En este sentido, hay que procurar que dejen de constituirse en meros instrumentos de subsidio destinados a mantener el status quo existente y para la configuración de redes de clientelismo político, para dirigirlos a constituir las bases necesarias para propiciar un desarrollo de carácter endógeno y sostenible, sin la necesidad de posteriores aportes de fondos públicos.

Ciñéndonos a lo sucedido en Andalucía, el Plan de Desarrollo Sostenible de Doñana, el único que hasta la fecha ha llegado a ejecutarse realmente en esta Comunidad Autónoma, puede ser un claro ejemplo de cómo no deben plantearse estos instrumentos. Sin entrar a hacer una crítica de las actuaciones y resultados de este Plan, por exceder del marco de estas reflexiones, sólo decir que la comarca globalmente no es hoy más sostenible (en el cuádruple contenido interrelacionado que ha de tener la sostenibilidad: territorial, ecológico, social y económico) que antes de ejecutarse el Plan, a pesar de la mejora que se ha llegado a producir en determinados aspectos. Esto es aún más grave si tenemos en cuenta que la realización del Plan ha supuesto una inversión pública cifrada en 344,8 millones de euros y que contó con el apoyo financiero y político de la Unión Europea. Como síntoma evidente de este fracaso baste el hecho de que tras ese gasto descomunal de fondos públicos, en la actualidad se esté planteando la necesidad de la puesta en marcha de un nuevo Plan de Desarrollo Sostenible para la comarca que deberá, según se ha anunciado desde el Gobierno andaluz, incluir medidas para hacer compatible el desarrollo socioeconómico y la protección de los recursos naturales mediante el impulso a iniciativas locales generadoras de riqueza. Si es así comenzamos a trabajar en la dirección adecuada, pero ello no justifica el hecho de que esto mismo no se haya conseguido tras el gasto descomunal de fondos públicos que supuso el primer plan y que ya anunciaba estos mismos objetivos como prioritarios.

Para el resto de los Parques Naturales de Andalucía, la Consejería de Medio Ambiente ha redactado ya casi la totalidad de sus Planes de Uso y Gestión, así como sus Planes de Desarrollo Sostenible. Pero, muy al contrario de lo sucedido en la comarca de Doñana (que es, de entre las que incluyen en sus ámbitos Parques Naturales, de las que cuenta con unos indicadores económicos más favorables) estos Planes de Desarrollo Sostenible no han contado prácticamente con el apoyo económico de las Consejerías “inversoras” de la Junta de Andalucía, que en la actualidad centran su preocupación casi exclusivamente en los conceptos de innovación y “segunda modernización”, que afectan, sobre todo, a otros territorios de la Comunidad Autónoma.

Esto, junto a la ausencia de Planes de Ordenación del Territorio de ámbito subregional, y de planes sectoriales específicos en la mayoría de las comarcas que cuentan con Parques Naturales en su territorio, es expresión de lo poco que se ha avanzado en una planificación integral "real" de los espacios naturales protegidos y de los ámbitos territoriales que los acogen.

Entre esos planes sectoriales ausentes en estas comarcas sería también prioritario poner en marcha, en el contexto global de los Planes de Desarrollo Sostenible, Planes de Desarrollo Rural específicos, ya que gran parte de sus expectativas residen en el sector agrario y forestal y en la agroindustria.

Como hecho significativo destacar que, tras haber pasado casi 12 años desde la entrada en vigor de la Ley 1/1994 de Ordenación del Territorio de la Comunidad Autónoma de Andalucía, que en su artículo número 5 situaba a los Planes subregionales entre los instrumentos de ordenación territorial, solo hayan sido aprobados cinco, y que todos los contemplados de algún modo por la Consejería de Obras Públicas y Transporte (entre los que se encuentran algunos aún sin formular o en una situación de estudio que no se sabe muy bien en que puede consistir) en sus previsiones actuales sólo afecten al 32 % de los municipios de Andalucía y a algo menos del 29 % de su superficie.

Estos porcentajes son aún más exiguos si los referimos exclusivamente a los Planes aprobados hasta la fecha: sólo el 15,4 % de la población, el 9,3 % de los municipios y el 8,1 % de la superficie de Andalucía están afectados en la actualidad por estos instrumentos.

En definitiva, el avance ordenancista y regulador de los espacios naturales protegidos ha sido importante en Andalucía pero, para propiciar que este avance incida efectivamente en un mayor desarrollo socioeconómico sostenible de los Parques Naturales, es preciso que vaya acompañado de los correspondientes planes transversales y sectoriales en estos ámbitos: Planes de Ordenación del Territorio (Consejería de Obras Públicas y Transportes), Planes de Desarrollo Rural (Consejería de Agricultura y Pesca) y una Estrategia específica de como afrontar la “segunda modernización” en cada uno de los Parques Naturales (Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa).

En las áreas urbanas, por su parte, también es esencial el establecimiento de límites estrictos dirigidos a evitar el despilfarro no sólo ya de suelo (el elemento quizá sometido a mayor presión en estos ámbitos), sino de todo tipo de recursos (agua, energía, aire limpio, comunicación social, etc.). Para ello las estrategias prioritarias, entre otras, serían:

- Establecimiento de límites al crecimiento urbanístico en relación con la capacidad de carga o acogida del territorio.

- Puesta en valor de la ciudad compacta frente a la urbanización difusa, mediante el fomento de las densidades medias y medio-altas en la ocupación del suelo por los usos residenciales, dotacionales y “económicos”.

- Puesta en valor de la ciudad multifuncional frente a la especialización en los usos del suelo.

- Recuperación del papel de comunicación y encuentro de los espacios públicos frente a su actual concepción como espacios de tránsito.

- Exclusión del proceso urbanizador de las zonas más próximas a la costa, zonas húmedas y espacios naturales o forestales, estableciendo, además, en su entorno perímetros suficientes de protección.

- Racionalización y eficiencia del sistema de transporte (tanto en el consumo de energía como en el de suelo), mediante el desarrollo de la multimodalidad, la potenciación de los sistemas de transporte más eficientes (a pie, en bicicleta, cercanías y metros y tranvías ligeros, transporte colectivo) y la sustitución progresiva de las largas distancias y la movilidad obligada por relaciones de proximidad y una movilidad “cotidiana” (esto último dependerá fundamentalmente de la puesta en marcha de las medidas de diseño urbanístico y territorial antes citada). En definitiva, se trataría de primar la accesibilidad frente a la movilidad.

- Delimitación de perímetros suficientes de protección en torno a los espacios naturales protegidos, con una gradación de usos en orlas sucesivas que impida que usos “duros” del territorio puedan ejecutarse en los límites de estos espacios.

Para tratar de ir concluyendo volveremos a la idea con la que se inició esta ponencia y que viene sintéticamente expresada en su título: la política de creación de espacios o territorios “naturales” protegidos, sólo tiene garantías de ser eficaz si se inscribe en el contexto de una estrategia integral de protección del territorio. Una estrategia que, además, deberá partir, por una parte, de la consideración del territorio como algo vivo y complejo y, por, otra de un escrupuloso respeto por las vocaciones del suelo a la hora de proceder a ordenar sus usos.

De este modo, en las áreas urbanas no sólo habrá que optimizar el uso del suelo, en cuanto a utilizar para usos urbanos y productivos únicamente el estrictamente necesario, sino que habrá que tener en cuenta las diferentes calidades de ese suelo para acoger diferentes usos. Así, y por poner sólo un ejemplo, no es de recibo plantear usos urbanos o infraestructurales (como la inundación por la construcción de un embalse) en vegas con un enorme potencial agrícola o natural. Este caso se está dando en la actualidad en la Vega de Granada, espacio a conservar por su potencial agrícola y natural y que no cuenta con una protección suficiente ante la presión que en la actualidad ejerce sobre el mismo la voracidad inmobiliaria. En este sentido es urgente corregir y evitar las tremendas aberraciones que propicia la actual normativa en materia de suelo que considera todo el territorio, salvo aquellas áreas que muy motivadamente sean excluidos por los Planes de Ordenación Urbanística del proceso urbanizador, con vocación urbana. Esta es una situación a la que habría que dar un giro radical para comenzar a avanzar en la conservación de los espacios naturales a través de una política integral de protección del territorio.

Y, por otra parte, es esencial dejar de considerar el territorio desde una visión meramente económico-productivista que lo “capacita” exclusivamente como soporte inerte sobre el que situar diferentes usos urbanos, infraestructurales y sectoriales, para dotarlo de una profunda y compleja dimensión socio-ambiental que lo “recualifique” como algo vivo, como un ser vivo sin solución de continuidad en las tres dimensiones del espacio y en relación “armónica” con el conjunto de las políticas que inciden sobre el mismo. En este sentido, por ejemplo, nunca podrá alcanzar sus objetivos, la delimitación y establecimiento de una figura la protección para un espacio como las Tablas de Daimiel, incluso estableciendo las diferentes áreas y “orlas” de protección antes citadas, si en otras áreas, que por estar relativamente alejadas pudieran parecer no tener ninguna relación con este territorio o con su conservación, se despilfarran las fuentes de agua de las que ha nutrido secularmente este espacio.

Esto mismo quedó patente con nitidez a raíz de los sucesos acaecidos el ya tristemente famoso 25 de abril de 1998, fecha en que se produjo la rotura de la balsa de residuos mineros de la compañía Boliden Apirsa en Aznalcóllar, dando lugar a una de las mayores catástrofes ecológicas producidas en Andalucía y afectando gravemente al Parque Nacional de Doñana. Las estrictas normas de protección establecidas sobre este espacio protegido fueron totalmente ineficaces ante los efectos de la irresponsabilidad y la falta de gestión y control sobre una actividad relativamente alejada.

Por lo tanto, y para concluir, cualquier política de creación de espacios o territorios protegidos, sólo tendrá posibilidades de éxito, si se inscribe en una política integral de protección del territorio dirigida en primer lugar a lograr su cohesión y equilibrio y a su consideración como algo vivo y complejo, así como de una la planificación pública que anteponga la eficiencia al despilfarro y los fines socio-ambientales, y por tanto también microeconómicos, a los macroeconómicos. Una planificación territorial que en coordinación con la planificación económica, siempre subordinada a la anterior, deberá propiciar el aprovechamiento endógeno, social, integral y sostenible de los recursos del mundo rural, y su rehumanización, a excepción de áreas “raras”, frágiles y de alto valor ecológico, así como la ordenación y limitación del aprovechamiento de los recursos de las áreas urbanas, para relajar la presión y tensión a la que están sometidas por la saturación de usos y el exceso de población. Y en este conjunto será preciso, así mismo, integrar radicales medidas formativas y educativas que vuelvan a poner en valor el concepto de la “propiedad” común, para que en lugar de ser considerada, como en la actualidad, como algo que no es de nadie, pase a ser atendida y mimada como algo que es de todos y que, por lo tanto, a todos nos pertenece, incluidos los que aun están por nacer.

En definitiva, al igual que ya se está hablando y configurando, al menos a nivel teórico, una nueva cultura del agua, es necesario que comencemos a hablar y teorizar sobre una nueva cultura del territorio, que en realidad no consistiría más que recuperar la antigua cultura del territorio que ha sido machacada por la incultura del despilfarro, del individualismo, de la insolidaridad, de la competitividad, del usar y tirar y de los productos basura que, durante siglos, ya han sido los pilares básicos del liberalismo.

Todo esto, evidentemente es muy difícil en el actual marco de la globalización neoliberal, pero ello no quiere decir que otro mundo no sea posible. Otro mundo es posible y es una labor prioritaria de la izquierda política y social comenzar a abrir los caminos que conduzcan al mismo, creando las condiciones subjetivas necesarias para ello. En este sentido es importante, quizá como uno de los primeros pasos a dar, tratar de comenzar a inculcar en la sociedad unos valores positivos radicalmente opuestos a los negativos contravalores que encargan de difundir, entre otros emisores, los mass media (medios de difusión masiva interesada), puestos en la actualidad al servicio del sistema socioeconómico vigente y sus vicios, y, en consecuencia, de quiénes se lucran de éstos a costa de quiénes lo padecen , ya que si existen personas y países enriquecidos es en gran parte porque los hay también empobrecidos .

(1) Este texto se corresponde con los contenidos de la ponencia desarrollada en las Jornadas del Área Federal de Ecología y Medio Ambiente de Izquierda Unida, celebradas en Madrid el 29 de octubre de 2005.

(2) Eladio Orta: Poeta y Ecologista nacido en Isla Canela, Ayamonte (Huelva). Reside en una casita en el Campo de Canela, junto al Paraje Natural de las Marismas de Isla Cristina. Defensor incansable de este espacio frente a la avaricia especulativa de la promotora inmobiliaria ISCASA que, con al connivencia de los poderes públicos, pretende expulsar a los habitantes del Campo de Canela para construir hoteles, campos de golf y urbanizaciones de lujo hasta llegar al límite mismo del espacio protegido.

Muchas gracias a Carlos Parejo y Horacio Lara por sus aportaciones y críticas, que han contribuido a mejorar notablemente el borrador inicial de esta ponencia.
archivado en:
carlosparejo
carlosparejo dice:
07/08/2006 19:01

Realmente es muy necesaria esta "nueva cultura" del territorio. ¡Cuántos planes urbanísticos se diseñan como si el territorio fuera plastilina que se adapta a todo ¡ Hya también cierta rigidez académico-política en los planes subregionales de ordenación del territorio, que ordenan lo políticamente correcto y pasan por alto lo demás. Estaría bien que, ambos planes, dispusieran de un estudio de percepción del territorio por sus habitantes, de manera que no se pudieran urbanizar los territorios más queridos y sentidos por las poblaciones locales.

Respecto a la expansión del turismo y, sobre todo, de los campos de golf y la segunda residencia, estamos en peligro de perder muchos bellos parajes de nuestras campiñas y sierras interiores, cuando ya casi no quedan de éstos en el litoral. El otro día leía declaraciones del alcalde de Antequera que decía que había que sacrificar la "Vega", a pesar de su rico paisaje, a las necesidades de crecimiento económico (campos de golf y urbanizaciones para ricos...). Con estas mentalidades difícil lo tenemos.