Paciencia
Samir no entiende el significado de la palabra paciencia, pero su madre la ingirió y vivió con ella durante toda la travesía que la trajera a parir en alta mar, frente a las costas del abandono y el desamparo. Samir no conocerá nunca a quienes dirigen los países ni a quienes articulan las leyes que le impiden un nacimiento digno a él y un parto entre sábanas a su madre. Tampoco llegará a ver nunca la publicación de los estatutos para la igualdad de los pueblos.
Mientras las horas son más cortas que los minutos a ritmo de tres por cuatro y samba marismeña entre caderas imparables y tambores desbocados, los minutos son horas en un almacén de Mauritania en el que Sankara juega a tirar un zapato contra la pared y volver a recogerlo, sin tener ni idea de a qué puerto le llevarán ahora ni si el espíritu de las leyes entiende de sueños resquebrajados. Doscientos treinta náufragos tendidos sobre el tedio de la frustración y el desconcierto, se pasan el tiempo de uno a otro sin querer rozarlo siquiera. Las horas se espesan como cemento, se condensan, se multiplican, se dividen, se hacen insoportablemente ásperas. Sankara piensa que el tiempo es un fraude, que les vendieron horas de sesenta minutos y éstas llevan más de trescientos y son lentos, densos, monocordes, vacíos, desesperanzados, grises, monótonos, pesados.
Mientras el mundo bailaba a compás del carnaval, del Estatuto para la solidaridad y de los escaqueos de las presidencias gubernamentales, había un barco a la deriva encallado en un gran almacén humano pidiendo auxilio.
Respetada desde tiempo inmemorial incluso por los más desalmados piratas, la prestación de socorro en los mares del sur es vergonzosamente eludida desde las tierras del norte.
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