La prueba más palpable de que los niños y los adultos vivimos en realidades distintas me la daba el otoño. En Isla Cristina el otoño se acercaba siempre por poniente con un color que para mí era plata brillante y para mis padres significaba parón y tristeza. El espectáculo que me ofrecía un vendaval desde el balcón de mi casa, no era comparable a las tardes del verano ocioso, ni siquiera a los olores dulcísimos de por fin la primavera. Ver las gaviotas posándose una tras otra sobre el filo de la tapia significaba para mí el comienzo del espectáculo, ellas eran las teloneras de lo que sería el concierto más esperado. Un baile de gaviotas, sin embargo para los mayores, denotaba mal agí¼ero. El ceniza oscuro venía por nuestra derecha según se mira al mar, convirtiendo el gris perla inmensísimo en oscuridad húmeda. Y los goterones de agua sobre los cristales. Que no acabe esto nunca, rogaba en silencio, que llueva más fuerte. El cielo se descomponía, se derretía, se confundía con el mar allí enfrente. Lo que para mí era una fiesta fenomenal –literalmente- para los mayores significaba barcos amarrados y pescaderías sólo abiertas para congelados y coquinas. Para mí, las botas de agua nuevas con las que saltar de charco en charco y para mi madre, ropa durante días y días colgada dentro de la casa sin acabar de secarse nunca.
Los temporales allá en el espigón me regalaban días redondos y sin fronteras para pasarme las horas contando las olas como el oceanógrafo de "La vida secreta de las palabras". Podría beberme el oleaje entero, yo que había nacido de la mar, si me fuera hasta el rompeolas. O caminar por la orilla, salpicarme de sal, que el mundo empieza aquí, que nunca acaba, que no se morirá jamás, que el mar es el mar, y que ay de quien quiera alambrarlo, de quien ose someterlo.
Pero los temporales en mi pueblo traen olor de naufragios, que es la más dura de todas las realidades. Es la otra cara del temporal, el envés de la poesía. La realidad mágica, en fin.
Para ser de Isla, eres una niña poco marinera.
BESOS, MARÍA.
PACO HUELVA