Derribos
Cuando me asomo a un edificio desnudo, es decir sin fachada, y sin querer veo los azulejos del fondo que en su día fueron el fogón de una familia numerosa, me siento pudorosamente triste. Miro de reojo una línea quebrada itinerario de una escalera al segundo piso, allí donde aparecen todavía los restos de pegatinas infantiles. La casa vulnerable, expuesta, con los rotos y los descosidos al aire para quien quiera reír. O llorar.
Al Teatro Gran Vía de Isla Cristina le arrancaron el traje de seda con el que se sentaba señorial, cual Dama de las Camelias, en el mejor lugar de la fiesta. Le arrancaron las medias y las plumas de marabú con las que adornó su cabeza altiva y de pelo ya blanco. Dejaron al aire sus carnes resistentes, ese foco de tentación a la que sucumbíamos los carnavaleros todos los febreros y algunas otras fiestas de guardar. Confesábamos y redimíamos nuestros pecados participando de un grupo de campanilleros, excusa perfecta que intentaba demostrar que quien elegía pecar era el propio teatro y no nosotros. Nosotros sólo nos dejábamos querer. Amantes pasivos que tiraban la piedra y escondían la mano, coqueteo obligado de quienes se pasean por el filo de lo imposible, de lo dulcemente venenoso. Ahora el más fiel de nuestros amantes culturales –si no el único- pasea (despojado, escupido y rapado) su condena a muerte por la venas del pueblo.
El Gran Vía no es un edificio desnudo al uso. El Gran Vía es ahora el cadáver abierto de la historia genial de Isla Cristina. La mía, la de mis hermanos y la de mis padres; la de mis abuelos, la de mis amigos y mis vecinos. La historia de la gente que conoce el sabor de la sal, de los vendavales y las serpentinas. Oráculo de los dioses del mar de las coplas, confesionario, juzgado de guardia para las charangas más infames y más sinceras; el teatro fue casa de acogida para los sintecho, para quienes querían despojarse de caretas y disfraces, para quienes inventaron el carnaval más imprescindible. El Gran Via, templo de la paradoja, muere desnudo y a la intemperie. Gran vida, gran existencia, parte amable y festiva de la isla, cuando vuelve de la mar impredecible y tempestuosa.
Ahora, fiambre para ser amortajado con el último diseño de la moda especuladora, mi historia son recuerdos de un patio de butacas.
Magnífico, María.
PACO HUELVA