Translaciones, por Ale Huelva.
Pisaba Javier el umbral de la adolescencia e iba a dejar la casa donde hasta entonces había vivido. Se trasladaba a una gran ciudad, la capital, donde su padre ascendido a director gerente, regiría la filial de una empresa extranjera.
Era una mañana de aliento fresco y cielo plomizo, en la que se confabularon los elementos en un amenazante ejercicio de solidaridad, anunciando la dureza de la partida.
El joven, refugiado en su inconsciencia, dormitaba aún en el sueño de lo imperceptible. Detrás de su vida sólo había experiencias placenteras, no podía recordar, ni en la lejanía más remota de su memoria, un acontecimiento trágico, ni siquiera una muerte. Haciendo recuento a su alrededor: parientes, amigos, no faltaba nadie. Sin embargo, todos quedaban allí: colegio, compañeros del alma y un sin fin de recuerdos gratos, toda su corta vida. Y en el horizonte desconocido, los incuestionables designios de su padre. De repente, un pudor extraño lo envolvió, colapsando su interior, con una intrincada red de callejas llenas hasta el momento de un silencio cartujano. Tomó conciencia: no había vuelta atrás. Las maletas en el coche, en pocas horas partirían, quién sabe si para volver algún día o no regresar más. Todo se paralizó, el aire a su alrededor se hizo más denso y pesado, presionándole con íntima inquietud. Hasta entonces, no había sentido una soledad tan profunda y súbitamente sombría; creciente le prevenía sobre la vulnerabilidad de su espíritu, fortalecido y estereotipado en ideas que hasta ese instante fugitivo, nunca le parecieron tan infantiles y volátiles. Sustentadas en una torpe experiencia y una materialidad acorde a los sentidos – pero ajena a la realidad – contabilizaba ansioso sensaciones de las que afloraban, como si de un mecanismo de protección se tratase, nociones defensivas que le mostraban impía la crudeza de la vida. En un mar de dudas le abordó la imaginación funesta: ¿estaría condenado a ser un hombre deshabitado, un apátrida errante diluido en el tiempo y sus vicisitudes, distanciado de lo que había sido su vida y abstraído en el absurdo del mundo? Sus fugaces pensamientos huían inmerso en la paranoia, buscando su conciencia infantil, anhelando el regazo protector materno o quizás el impalpable candor de su matriz.
Atisbos de razón le fueron aportando una confortable expresión a su delirio. Iluminado el abismo interior, que bruscamente lo había lanzado del paraíso de la inocencia -ese estado celestial, delicioso y cálido, donde los segundos parecían siglos y las horas milenios-, donde todo eran juegos y caricias, siestas, y mundos maravillosos por descubrir. Recuerdos vigorosos brotaban provocando el regocijo del muchacho mientras que, con júbilo, una plácida sensación subyugaba su cuerpo.
La idea del tiempo, antes inapreciable a los sentidos, le hizo rescatar el mosaico desunido de su memoria. Las primeras nociones de autonomía se toparon con los giros del destino de una incesante mañana. Así, el joven, fue conociendo qué era la vida, una pura transformación en donde sólo el Uno de Parménides permanece inmóvil, saboreando el placer y el dolor, y como diría Heminway: se puede sufrir la angustia y el dolor, y jamás estar triste una mañana.
felicidades cada dia t mejoras mas alex, bonita forma de ver las cosas y darlas a xpresar, en esta vida no todo es bonito y tu lo sabes, quizas gracias a esos momentos malos hayan sacado de ti el gran hombre y amigo que eres. Pues nada amigo aki tienes a otro amigo que te lee un abrazo