Injusticia social, por Ale Huelva
Hoy, al entrar en el autobús que me lleva a casa, presencié un hecho que desgraciadamente cada día es más frecuente.
Conforme atravesé las escalerillas de acceso, noté un fuerte y penetrante hedor. El origen del mismo, me fue revelado al transitar -mientras arrastraba mi pesado equipaje- por el pasillo central del vehiculo. Allí se encontraba, acurrucado en uno de los asientos, un hombre de barba greñosa, tupida y de un sucio gris. Su pelo, de un castaño canoso con bucles de mugre, brillaba con matices oleosos debido a la luz del mediodía. Sus ojos minúsculos e iluminados de un oscuro penetrante sobresalían humildes entre las numerosas arrugas: frutos y trofeos de los avatares de toda una vida. A su vez, éstas servían de flácidos adornos en una tez oscura y bronceada resaltada aún más por la suciedad que la impregnaba. Vestía una chaqueta pasada de moda con numerosos remaches, que en origen debió de ser clara. Arrinconado, con sus pies colgando del sillón, tímido, extraño y silencioso; acorralado por un sin fin de miradas y gestos repulsivos; él, con un manta a cuesta, quizás su único patrimonio, provocaba a su alrededor un cerco de asientos envueltos en el vacío -que había obligado a los demás pasajeros a replegarse-. A la par del trayecto, la intolerancia seguía fluyendo, intercalándose entre las paradas gestos de abierta repulsa e hiriente burla.
Al llegar a mi destino, y contemplarlo por última vez, comprendí que esta situación sólo es fruto de una sociedad desgarradora, que arranca el alma de sus hijos y cuyos individuos se destruyen entre ellos.
De tal palo, tal astilla. :) Abrazos: Manuel